crítica


 
                                                                     TERRITORIO DE ESPEJOS
                                                                             
 
                Es resorte de vaya usted a saber qué porfiado mecanismo inconsciente la marcada predisposición del autor de estas líneas a no abordar por modo frontal y directo el asunto –cualquiera que este sea- sobre el que se propone reflexionar, sino que una y otra vez acude el caprichoso cálamo a la desaconsejable práctica de derrochar papel y tinta en preámbulos de inmoderada extensión en los que, para colmo de males, suelen asomar ideas a menudo escasamente relacionadas con los aspectos relevantes de la cuestión que, con objeto de ser sometida a escrutinio, ha sido llevada a la disputada tribuna de la cuartilla.
                Si a la carencia de comedimiento discursivo consignada en el párrafo que antecede agregamos la infausta particularidad que consiste, en tanto que rasgo estilístico distintivo de mi escritura, en enunciar los pensamientos e impresiones ocurriendo a cláusulas interminables, en exceso compactas y recargadas, donde proliferan las oraciones subordinadas de variopinta traza, pululan las digresiones –acaso extemporáneas- y se multiplican los incisos y las interpolaciones con enojosa asiduidad; si, en resolución, la peculiaridad expositiva a que vengo de referirme, al añadirse a la antes anotada propensión a alongar en detrimento de la proporcionalidad y equilibrio textual los conceptos introductorios del tema a desarrollar, conlleva por lo que hace a la inteligencia y correcta interpretación de lo que expongo, un conjunto formidable de obstáculos contra los que se rompe la crisma el más optimista y animoso de los lectores que la curiosidad hubiere arrimado a las razones resbaladas de los puntos de mi pluma, si así pintan las cosas, reitero, no creo pueda nadie extrañarse de que, consciente de semejante realidad, en la presente ocasión me imponga la exigencia de entrar en materia sin mayor dilación, que, para poner las cosas en punto de verdad, bastante aplazamiento se ha producido ya a consecuencia de las observaciones que acabo de trasvasar a esta resignada hoja de papel… dejémonos, pues, de paliques y al caso:
                TERRITORIO DE ESPEJOS es el título evocador que el esclarecido hombre de letras José Rafael Lantigua pusiera a su más reciente vástago bibliográfico; y si de algo podemos estar ciertos es que con dicha obra, que no dejará defraudados a quienes sus hospitalarias páginas visiten, el autor ha logrado irrumpir por la puerta grande –la de marfil, no la de cuerno- en el codiciado recinto de la vera poesía. En efecto, hemos de tener por cosa averiguada que las felices composiciones reunidas en el poemario al que estas insuficientes glosas intentan hacer justicia dan fe –en ello va nuestro crédito- de un lirismo hondo, transparente, genuino, que solo un temperamento refractario a los seductores llamados de la belleza se arriesgaría a poner en entredicho. Pienso que voy asistido de razón al sostener que si bien las páginas a cuyo comentario me he aventurado, como suele ocurrir en la esfera de las predilecciones literarias, dará pábulo a que quienes las lean se sientan más atraídos por determinados poemas, en tanto que otros quizá no despertarán similar entusiasmo, si bien es verdad –subrayo, recalco e insisto- que, secuela del  estado anímico y del gusto personal de cada un individuo que a la mentada poesía se avecine, será siempre posible y aun inevitable debatir acerca de las indiscutibles bondades que encarecen los versos a los que, entre todos cuantos prestigian al  aludido poemario, hemos concedido nuestro favor, no es menos indubitable que argüiría muy poca sensibilidad no percibir que en ningún momento y en ninguno de los cantos que TERRITORIO DE ESPEJOS atesora el inspirado aedo nos da cobre por oro. Porque lo que no tiene vuelta de hoja -¿quién osará desmentirme?- es que a las ya reconocidas credenciales que exornan la destacada trayectoria literaria de Lantigua, es ahora imperativo, siempre que curemos de no incurrir en sospecha de envidia o mezquindad, sumarle la de poeta.
                Por lo demás, para apurar aún más los argumentos, he de confesar que la recién conquistada dignidad de poeta que en buena ley corresponde al autor del volumen que estamos escoliando, y que nadie en posesión de un mínimo de sensatez le escatimaría, no deja de sorprenderme. ¿Por qué? Por estos dos motivos: Primero, porque lo inesperado –es natural que sea así- despierta asombro. Y que de repente un escritor al que durante copiosos lustros encasilláramos en los géneros del periodismo cultural, el ensayismo y la crítica dé “al arduo honor de la tipografía” un libro de versos de incuestionable  calidad, es hecho que, al no  condecir con la imagen que del autor habíamos concebido -probablemente de manera asaz acomodaticia-, nada tiene de insólito  que provoque, amén de admiración, turbación y extrañeza… Y en segundo lugar, nos remece otrosí el desconcierto porque la efusión lírica estamos acostumbrados a asociarla con la mocedad (lo habitual en una pluma bisoña es cortejar la poesía, no la novela, el ensayo o el drama), y, por descontado, lejos está de ser este el caso de Lantigua, cuya vis poética, en plena sazón, aflora como fruto inopinado de acrisolada madurez.
                Me avengo a considerar… o mejor, tengo por axiomático que en punto a estéticos primores la singularidad del lenguaje poético cabe ser atribuida a la conjunción providencial de las siguientes tres características: para empezar, una suerte de dramatización de las ideas, que en la estrofa se comportan no solo como abstractos conceptos referenciales sino que, por decirlo así, adquieren solidez, corporeidad y vida asumiendo casi la condición de personajes de una vistosa y colorida escenificación teatral; luego, el predominio del “elan” metafórico, la constante e invasora presencia de la imagen, ya sea en el plano meramente descriptivo, pintoresco, o en el estrato profundo de lo simbólico; y para dar remate al asunto harto complejo que hemos tenido el antojo de traer al palenque de la cuartilla, la musicalidad, ese fluir de la palabra sujeto a los comedimientos de la armonía, a los dulces requerimientos de la cadencia y de la euritmia que hacen que el discurso ordinario se eleve hacia el azul del firmamento convertido en canto y deje de estar convicto de coloquial futilidad o, quién sabe si peor, apegado con estéril y monótona contumacia a las construcciones frías de la razón teórica.
                Maguer los planteos que acabo de compendiar en los renglones precedentes puede que tengan más verdad que evidencia, no será empresa desesperada comprobar que las tres notas distintivas del lenguaje poético ut supra mencionadas refulgen, al extremo de encandilarnos, en los poemas de TERRITORIO DE ESPEJOS; y no es otra la razón de que, hasta donde lo permite la medianía de mi ingenio, entienda que el autor de tan afortunada colección de versos es portalira de la plana mayor, de los que gracias al aliento y vigor de sus composiciones, apreciable a ojo grueso, nos rescatan de la trivialidad, el tedio y la inurbanidad de lo prosaico. Estimo que servirá en mucha parte al objetivo de verificar que no prodigo loas carentes de fundamento, concluir esta infractora reseña crítica reproduciendo un breve fragmento del poema intitulado “La adúltera belleza del desamparo”: “Salí a buscar el símbolo| y perdí la certeza informe del espejo| la diadema que cubre la testa recrecida| la perla del pasado que regresa| y entonces supe que la criatura no precisa de símbolos| que ella se cobija bajo las arcadas de la impureza| que ella se enfrenta al ojo del olvido| que ella se diluye en la fragua del cuerpo.”
                Convengamos que los citados versos dan fe de una voz poética pura, lirismo acariciante, canto provocador, en suma, bella y levantada poesía de la que sería ingratitud y agravio prescindir.

                                                              “JUANA, UNA LOCURA DE AMOR”

               Nadie a quien asista un adarme de sensatez podría reconvenirme por entender que, al menos en esta media isla de nuestros amores y añoranzas, el grueso de las presentaciones que blasonan de artísticas, lejos de hacer honor al arte, lo agravian y deslustran.

                No es mi intención –nunca lo ha sido- hacer juicios con privanza de eternidad. Empero, por lo que concierne al asunto que me plugo traer a la palestra de esta cuartilla, esto es, la desoladora ausencia de elevación y espiritualidad del lenguaje artístico en vigor en los tiempos que corren, nos sacarán verdadero si aseguramos que solo ignorantes de tomo y lomo se arriesgarían a desmentir los conceptos que acabo de acuñar con enfático gesto sobre esta tolerante hoja de papel… Lo que no impide que abrigue copia de razones para creer que las apodícticas afirmaciones que anteceden hallarán apenas sean leídas poblada turba de airados objetores que me acusarán de incurrir en inaceptable exageración, de falta de objetividad por modo alguno disculpable en quien se ha impuesto la tarea de reflexionar, como es el caso del autor de estas líneas, apegado a la legitimidad de los hechos.

                De parejos reproches vertidos por quienes suelen aplicar más celo en reunirlos que juicio en escogerlos no me defenderé. Pues tales imputaciones, por superficiales y falsas, no merecen los honores de la refutación. Aunque no sea modesto de mi parte ni esté en mí decirlo, habida cuenta de que no es mi costumbre disimular las inconsistencias propias bajo un torrente de espléndida retórica ni soy tampoco de los que escriben con prodigalidad irresponsable, insisto e insistiré que la áspera censura a las hodiernas manifestaciones artísticas que de los puntos de mi pluma resbalara renglones atrás, tiene base sólida de sustentación, al extremo de que cualquier persona con un conocimiento algo más que precario acerca del tema que nos ocupa no podría sino prestar su conformidad a mis reparos. Y pues semejante condena no obedece a morbosa sapiencia en el rebajamiento y el desdén ni debe ser abonada, a expensas del ineludible comedimiento, a una actitud de mera provocación y escándalo, no tengo por qué ponerme a cubierto de cuantos se empeñan en dar por logros supremos en el ámbito de la expresión artística lo que no pasan de ser baratijas de muy dudosa bondad y simplona factura… En las más negras noches de luna llena los perros siempre ladrarán, y por un parejo, los temperamentos refractarios a las prendas deslumbradoras de la belleza no se darán por enterados de su primor aunque las tengan a un palmo de sus narices.

                Sea lo que fuere, de algo puede estar en autos el lector de estas descosidas cavilaciones: no le estamos haciendo cargos infundados al arte actual. Antes bien, me avengo a considerar que lo he juzgado con demasiada condescendencia. Pues tengo por certidumbre no sujeta a controversia que las actividades y obras que en los presentes días, usurpando la dignidad de arte, proliferan con galopante desconsideración para el hombre de distinción y cultura, de arte no tienen más que el nombre, y para poner las cosas en punto de verdad sólo cabe que las califiquemos de ejercicios de chabacanería destinados a las sanchopancescas multitudes.

                Pasemos por alto el ofensivo estrépito que las ondas radiales, con asiduidad despiadada,  pretenden que acojamos en calidad de música; no curemos tampoco de las necias experimentaciones que en materia de plástica museos y galerías se complacen en exhibir, dándonos por novedad lo que no es más que refrito de las excentricidades y humoradas de una vanguardia cuya trasnochada truculencia si cien años atrás llamaba la atención, hoy no sorprende a nadie; ni nos tomemos la molestia de voltear el rostro hacia el entarimado donde brincan y se restriegan con movimientos de impúdica laya que nada dejan a la imaginación un grupo de jóvenes de ambos sexos cuya innegable flexibilidad corporal hubiera podido ser harto mejor aprovechada a favor de una concepción coreográfica de menos sórdida y rebajada catadura; ni una palabra nos merezca la cinematografía vernácula, auténtico basurero donde se amontona cuanto de chocarrero, pedestre, ridículo y burdo podamos concebir… A nadie se le ocultará que los emprendimientos artísticos a que vengo de referirme  ameritarían un debate más por lo menudo. Sin embargo, en esta ocasión es del teatro, del que se ofrece en los escenarios de nuestro país, que deseo dejar sentadas algunas conjeturas, empresa poco gratificante a la que a partir de ahora me consagraré, cuidando, eso sí, de no incurrir en sospecha de afectada minuciosidad.

                No es preciso ocurrir a meticulosas indagaciones para constatar que en la presente data, como nunca acaeciera en años anteriores,  el número de obras teatrales en cartelera se ha incrementado considerablemente, al punto de que si la información de que dispongo no es incorrecta,  a las diversas compañías entre las que se reparte la carátula criolla les resulta muchas veces trabajoso hallar sala y fecha en las que presentarse.

                He aquí, sin embargo, que sería confundir la cimbra con el edificio inferir de la mencionada profusión de montajes escénicos que estaríamos siendo los afortunados testigos de una era de de inusitado esplendor. Muy extraño sería que en este mundo de fantasía sin alas donde se tributa adoración al Moloch de la vulgaridad, pudiese el arte dramático escapar indemne, sin corromperse ni malearse, a la corriente de nadería que arrastra a la muchedumbre donde sólo la estolidez su ley de oprobio impone con sarcástica mueca… conceptos romos, cementerio de lugares comunes, falta insufrible de aliento, en veces engorrosa pedantería de viso pseudointelectual son, en resolución, los poco estimulantes rasgos de las obras teatrales que los medios de comunicación promocionan en el día con bombos y platillos.

                Pero entonces, en semejante espacio escénico convicto de insoportable futilidad, surge como flor en medio del estercolero  el espectáculo teatral memorable, el único capaz de hacernos penetrar en los íntimos territorios del sentimiento donde se fraguan las adhesiones inquebrantables… JUANA, UNA LOCURA DE AMOR es la obra de la que estoy hablando. Basada en el libreto del reconocido hombre de teatro argentino Pepe Cibrián Campoy, pieza dramatúrgica de levantado vuelo poético y sentencioso patetismo acorde con la trágica historia de la hija de los reyes Fernando e Isabel que brinda sustento a la ficción; dirigida diestramente por nuestro ya legendario Manuel Chapuseaux, que en pareja labor escénica hace gala de su vastísima experiencia dramática, depurado gusto e intransigente esmero detallista afincado en el oficio de la escrupulosidad y la pulcritud; y last but not least, centrada en la magistral interpretación de Lorena Oliva, cuya fuerza expresiva –vendaval de encontradas emociones- debe ser abonada a la cuenta de su excepcional talento histriónico y siempre elevada temperatura creadora, JUANA, UNA LOCURA DE AMOR preséntasenos como un oasis de refrescantes aguas en la decepcionante aridez de la hodierna vida teatral dominicana.

                Por último, también cuenta dicho montaje con la participación de Caneek Denis, que cumplidamente se desenvuelve en un difícil papel de actor que no actúa, pero que da pie y sirve de contraparte al monólogo que recae sobre la sobresaliente actriz cuyo trabajo acabamos de encarecer en la brillante encarnación del personaje de la angustiada Juana.

                Los que solo asisten al teatro con la expectativa de reír a mandíbula batiente, los que adquieren su taquilla porque están aburridos y no tienen nada mejor que hacer, aquellos para los que no es una pasión el arte de la escena, mejor que se queden en sus casas embobados frente a la pantalla del televisor o jugando en el internet. Nada tiene la bellaquería que hacer el viernes 14 y el sábado 15 de este mes de febrero en la Sala Ravelo del Teatro Nacional. JUANA, UNA LOCURA DE AMOR no es manjar para paladares groseros. Es obra cuyas salientes virtudes reclaman del espectador acendrada cultura y amor incondicional a lo grande y hermoso. Exigencias éstas que, mucho me lo temo, en nada ayudarán a que el público colme el patio de butacas.

                                                        



                                 DOS MANUALES FUERA DE SERIE                       

              Me avengo a considerar que para cualquier persona que esté al cabo de lo que pasa en el ambiente cultural dominicano, el nombre de Iván García Guerra no le resultará desconocido. Habría, en efecto, que poseer un temperamento refractario a lo visible, obvio y manifiesto para no caer en la cuenta de que más de seis décadas de asiduo y concienzudo trabajo de actuación sobre las tablas de esta nuestra querida y maltratada Quisqueya, lejos de constituir logro insignificante, da fe de una trayectoria artística ejemplar y de un carácter con cuya verticalidad y pujanza muy escasos son los sujetos que, dentro o fuera de la carátula, conseguirían hombreársele. Y si una vida entera consagrada al nada descansado ejercicio de la actuación teatral (al extremo de que muy rara ha sido desde hace más de cincuenta años la puesta en escena memorable en punto a estética trascendencia en cuya cartelera no haya aparecido en ostensible tipografía el nombre de Iván), si una vida –discúlpeseme la insistencia- empleada en prodigar a raudales talento, fantasía y fervor en las salas del país como del extranjero no fuera suficiente garantía de que nos hallamos ante un artista cuya preeminencia jamás podrías ser puesta en entredicho, contamos también, como a buen seguro estará en autos el avisado catador de espectáculos, con caudaloso número de piezas dramáticas, de las menos prescindibles en las letras criollas del siglo XX y comienzos del XXI, con que nos ha agraciado el ingenio sobresaliente del comediante a cuya emblemática y quijotesca figura aspira la presente ponderación a hacer justicia; aun cuando a tan valioso legado dramatúrgico, por falta de reedición, resulte casi imposible acudir en pos de deleite espiritual y sustancioso aprendizaje, pues diera la impresión de ser más fácil topar con la legendaria muela de gallina que encontrar en las estanterías del librero una obra de la autoría de Iván García Guerra.

                Ahora bien, si no se me antoja controvertible que en razón de la descorazonadora circunstancia que acabo de mencionar en los renglones que anteceden, es decir, el formidable escollo que enfrenta, habida cuenta de su inaccesibilidad, quien se proponga consultar las obras teatrales que en data remota diera a la estampa el clarividente escritor que nos ocupa, si a causa de parejo impedimento –vuelvo y repito- mi opinión acerca del calado y alcance de su producción literaria puede que tenga más verdad que evidencia, dificulto que ningún individuo que disponga de un conocimiento algo más que superficial en torno a lo que se cuece en los calderos de la actualidad cultural vernácula, dé un mentís a lo que llevo expuesto alegando estar incursa mi péñola en ignorancia, falsedad o exageración… Antes bien, sospecho me he quedado corto en lo que respecta al encarecimiento de las prendas que exornan la versátil faena creadora de nuestro admirable Iván García.

                He aquí, sin embargo, que la notoriedad del intérprete y en no chica medida también del dramaturgo, narrador y poeta, ha dejado en la sombra –lo tengo por cosa averiguada- otra importantísima faceta de su quehacer teatral, a saber, la de maestro, facilitador y guía. Porque con la callada generosidad y grandeza de corazón a que remite toda modestia genuina, durante alongados lustros que hasta el día de hoy se prolongan, ha derrochado Iván lucidez y tenacidad en la tarea de la enseñanza, de trasmitir a las jóvenes generaciones su opima experiencia por lo que concierne a los innumerables desafíos que compendia el vocablo aparentemente corriente y asequible de “teatro”.

                Y es en semejante contexto donde procede ubicar –nadie a quien asista un adarme de sensatez lo pondría en tela de juicio- los dos más recientes títulos que la infatigable pluma de tan ilustre macorisano nos obsequia:  el Manual de actuación teatral y el Manual de dramaturgia.

                ¿Qué juicio podrían merecernos ese par de publicaciones? Haciendo gracia de engorrosos pormenores anecdóticos a cuantos hasta los aledaños de estas apuntaciones han tenido la condescendencia asaz estoica de seguirme, a continuación me esforzaré, sin que se entibie mi celo, en lanzar un rápido vistazo evaluativo sobre los referidos textos, mas no sin antes prevenir a los indeterminados pero precisos destinatarios de estas reflexiones sobre el hecho de que por mucho que la crítica se empecine en dar vueltas y más vueltas a la misma noria, no es infrecuente sino por el contrario casi inevitable que del objeto escudriñado algún aspecto, acaso fundamental, se obstine en permanecer en la penumbra, en razón de lo cual, por lo que respecta a las apreciaciones que tengo en mientes adelantar, solicito desde ya a aquellos amantes de la escena a quienes van dirigidas comprensión e indulgencia… Así pues, echémonos sin más demora al agua.

                No es menester discurrir por despacio para establecer que las dos obras de Iván García que felizmente ven la luz no podían llegar a manos del público interesado en semejantes temas de manera más promisoria y oportuna; que si de algo ha estado endémicamente carenciado el medio teatral dominicano es de información aleccionadora, puntual, que responda a la idiosincrasia del nativo de nuestro terruño caribeño, y tanto el Manual de dramaturgia como el de actuación teatral vienen a colmar tan deplorable vacío.

                Por lo demás, en lo que atañe a su contenido, forma y enfoque no cabe regatear méritos a los libros recién salidos de la imprenta que estamos comentando... Para comenzar, principalísima virtud de ambos volúmenes es constituir un condensado sólido, orgánico, brillante de la materia muy extensa y compleja que abordan, porque si bien se contraen a decir lo esencial –es lo que a todo manual se le exige- lo hacen por modo tal que eluden toda insolvente simplificación y desconsiderado esquematismo, excelencias estas últimas a las que, cosa de no pecar de mezquindad, conviene añadir otro inestimable valor: el de un lenguaje apegado a la buena tradición de la claridad, desprovisto de hampos retóricos, que no incurriendo ni por semejas en redundancias ni languideces exorna la lucidez casi intolerable de las ideas con la presencia ciertamente apetecible de una coquetería de literaria y bien dosificada tesitura. Y por si fueran poco dignas de aplauso las bondades que acabo de traer al palenque de esta cuartilla, una notable cualidad quiero poner de relieve a punto ya de dar remate a estos apresurados e incompletos escolios, hela aquí: la precisión, exactitud y acertado ordenamiento jerárquico de los planteos que el autor desarrolla en dichos manuales… Basta… En el campo de las letras suelen tenerse a menos los protocolos del género didáctico. Sin pretender -¡Dios nos libre!- de acuñar juicios con privanza de eternidad, me arriesgaré a afirmar a modo de colofón que los manuales de Iván García que estos comentarios motivaran levantan, dan lustre y dignifican la escritura pedagógica, prometiendo en canje de líricos efluvios una larga, fecunda, perdurable acción vivificante en quienes, anhelantes del alimento del saber, a sus páginas se arrimen.




BORGES Y EL QUIJOTE: LOS PORMENORES DE UN DEBATE

            Faltaría mi pluma a la cautela que el sentido común recomienda si, al incurrir en estas prescindibles apostillas al Quijote, me dejara sonsacar por la ilusión de que, tras haber sido sometida durante casi cuatro siglos a incesante valoración crítica, pueda el desahuciado ingenio mío descubrir en la inmortal novela de Cervantes algo nuevo, sorprendente o curioso, algo que la abultada exégesis acerca de la obra cumbre del Príncipe de las Letras no haya examinado a cabalidad y dado a la estampa en miles de artículos, ensayos, discursos, monografías, tesis y tratados sesudos que abarrotan los estantes de las bibliotecas mejor abastecidas.

            De sospechar que los buenos amigos que me invitaron días atrás a perpetrar estos superfluos comentarios sobre el Quijote alimentaban la presunción de que les obsequiase un discurso erudito, colmado de observaciones agudas e interpretaciones originales, de imaginar, reitero, que era proeza tamaña la que de mi desvalida péndola se esperaba, me habría negado sin pensarlo dos veces a participar, junto a admirados colegas de méritos muy superiores a los míos, en este coloquio cervantino.

            Basta, en efecto, considerar la avalancha de juicios, opiniones y dictámenes (buenos y malos, oportunos e impertinentes, comedidos o temerarios) a que ha dado pábulo la magna creación del alicaíno para que acariciemos la nada peregrina conjetura de que ,en orden al sentido, universalidad y excelencia del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, acaso lo esencial haya sido ya expuesto, y reste muy poco o nada interesante que decir.

            Y como, hasta donde cabe barruntar, supuesto semejante tiene trazas de ser verdadero, a cuantos se hayan tomado la molestia de acercarse hasta aquí con la vana esperanza de escuchar inéditos pareceres fruto de escrutinio minucioso, no sin melancolía les aconsejaré que vuelvan a sus casas y relean las páginas difícilmente superables que sobre la portentosa novela que nos ocupa escribieran autores de incuestionable predicamento, entre los que –cosa de no alejarnos del solar de la lengua castellana- me circunscribiré a traer a la memoria los nombres ilustres de Valera, Menéndez Pelayo, Cejador, de Maeztu, Ramón y Cajal, Azorín, Unamuno y Ortega y Gasset.

            Empero, las autorizadas plumas que acabo de mencionar constituyen apenas la punta del iceberg. Pues si algo doy por improbable es que pueda haber existido jamás escritor de título que en uno u otro momento de su singladura literaria no se haya entregado a la tentación de explanar algunas ideas sobre el libro protagonizado por el famoso Caballero de la Triste Figura...

            En fin, para despedir el acápite bibliográfico que a modo de preámbulo he juzgado imperioso volcar en la cuartilla, acudiré a las palabras de Sainz de Robles cuando, en su Diccionario de escritores españoles e hispanoamericanos, nos informa que “La bibliografía cervantina es inmensa. Resulta casi imposible ni seleccionar la mejor. Pasan de 6.000 los libros dedicados a Cervantes y su obra, y de 60.000 los estudios monográficos, y de 500.000 los artículos periodísticos.”

            Anonadado por ese descomunal cuanto desalentador número de publicaciones que día a día se acrecienta, podría pedir al celebérrimo Manco de Lepanto aquel verso suyo con el que inicia el conocido soneto burlesco con estrambote:

            “Voto a Dios, que me espanta esta grandeza”...

             Porque “espanto” es la palabra que nombra apropiadamente el sentimiento que se apodera de mí cuando reparo en la montaña de textos críticos a que ha dado origen la genial creación cervantina; al punto de que tengo por cosa averiguada que, así consuma la vida entera no ya estudiando sino consagrado a la mera lectura de lo que hasta ahora se ha impreso en torno a la monumental novela de marras, no habrá escoliasta en el mundo, por laborioso, devoto y tenaz que sea, capaz de echar una rápida ojeada ni siquiera a la mitad de tan intimidante bibliografía.

            Basta lo expresado para que se tenga por enteramente digno de fe que me hallo en inminente riesgo de repetición. No es –lo temo- verosímil que los precavidos señalamientos que me propongo someter al veredicto público pudieran haber eludido de milagroso modo la mirada escudriñadora de la legión de doctos investigadores aplicada a desmenuzar la obra del máximo escritor de nuestra lengua.

            Dejando, pues, a un lado toda jactancia de originalidad y resignado a reproducir lo que otras mentes –de fijo menos vacilantes que la mía- con casi absoluta certeza ya han registrado, ensayaré una cavilación nacida al albur de inocentes relecturas.

             Jorge Luis Borges, autor cuya nombradía me dispensa de los oropeles sospechosos de la alabanza, en ensayo acaso no demasiado frecuentado por los lectores, hacía una aguda observación en consonancia con su feliz talento para advertir enigmas literarios por doquier, o para inventarlos cuando con ellos no topaba. Decía el maestro argentino –refiriéndose, creo, a Almafuerte- que “la paradoja o problema  de una íntima virtud que se abre camino a través de una forma a veces vulgar me ha interesado siempre.” El inesperado contraste  que ofrece una expresión negligente a la que, sin embargo, no se le puede escatimar eficacia artística es incógnita que incitará a Borges a más de una perpleja reflexión. Así, en otro de sus trabajos de crítica literaria –irritantes quizás a fuer de lúcidos-, apela al criterio del grado de dificultad que para el reconocimiento de sus bondades presentan ciertas obras con el propósito de estatuir una inusual clasificación tripartita de los escritores. De conferir crédito a su tesis, no por extraña menos perspicaz, nos veríamos en la necesidad de avenirnos al hecho de que “Hay escritores –Chesterton, Quevedo, Virgilio- integralmente susceptibles de análisis; ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda justificar el retórico. Otros –De Quincey, Shakespeare- abarcan zonas refractarias a todo examen. Otros, aún más misteriosos, no son analíticamente justificables. No hay una de sus frases, revisadas, que no sean corregibles; cualquier hombre de letras puede señalar los errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es; sin embargo, así incriminado el texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué.” Y no sin sobresalto nos enteramos entonces que, según el genial porteño, “A esta categoría de escritores que no puede explicar la mera razón pertenece Miguel de Cervantes.”

            En otras palabras, para la inteligencia discriminadora Cervantes es un misterio, una suerte de cuadratura del círculo, ya que encarna o, mejor, tipifica al escritor que vaya usted a saber por qué, a pesar de sus asiduas máculas estilísticas, convence y satisface.

            Tal vez no esté Borges incurso en inexactitud cuando asegura que “ La crítica española acepta demasiado a Cervantes y prefiere la mera veneración al examen”; mas, así sea cierto que la idolatría ha colocado una venda en los ojos de la exégesis peninsular, habría que explicar aún por qué para el mundo entero, a la distancia nada insignificante de cuatrocientos años la grandeza del Quijote, su mérito en cuanto literaria fabulación, no ha dejado día tras día de afianzarse y crecer.

            De modo que, por fundamentada que pueda lucir la censura de Borges a la forma como el magno complutense se expresa, no es sin disgusto e íntima reserva que leemos quienes nos hemos criado bajo la fascinación de las proezas del desquiciado caballero andante, dictámenes cuya severidad suscita inevitable escándalo, cual estos que a seguidas transcribo: “Juzgado por los preceptos de la retórica, no hay estilo más deficiente que el de Cervantes. Abunda en repeticiones, en languideces, en hiatos, en errores de construcción, en ociosos o perjudiciales epítetos, en cambios de propósito.”

            Que adolezco de onerosos y acaso irreparables defectos es verdad a la que estoy impuesto desde que tengo uso de razón. Empero, en el número de tan desafortunadas deficiencias me he forjado la ilusión de que la ingratitud no está incluida. Y como a Cervantes y a su Quijote debo algunas de las más insobornables alegrías no sólo de los años mozos, sino también de la marchita madurez, no puedo menos que someterme a la obligación de esclarecer hasta qué punto dan en el blanco las apuntaciones críticas del notable ensayista, poeta y narrador argentino, o, si por azar no incurrió su pluma –de ordinario mesurada- en el exceso de cortejar las que él estigmatiza como “hipérboles irresponsables”.

            Esta última posibilidad no parece del todo descaminada siempre que prestemos atención al hecho de que resulta muy arduo conciliar las fallas de estilo que Jorge Luis Borges pretende denunciar en la emblemática novela cervantina con su éxito duradero, inmediato y sin precedentes. Concédaseme al respecto reseñar lo que  en su excelente Historia de la literatura española e hispanoamericana nos recuerdan enhorabuena Diez-Echarri y J. Franquesa: “Ni Shakespeare, ni Montaigne, ni escritor alguno de aquel siglo, lo alcanzaron tan grande. En los años que median entre la publicación de las dos partes se envían a las Indias cientos y cientos de ejemplares; se imprime en Bruselas (1607); se traduce al inglés (Londres, 1612); al francés (París, 1614); al italiano (Venecia, 1622). Luego se multiplican las traducciones en todas las lenguas, incluidos el hebreo, el chino, japonés, vasco. Es el libro de literatura profana que más ediciones ha tenido.”

              Amén de la impresionante difusión del Quijote a que acabamos de aludir, conviene no echar en saco roto que el grueso de la crítica, no sólo española sino internacional, contra el riguroso juicio borgeano, abona la opinión de Cejador, para quien “Es Cervantes el que más diestramente supo aunar la refinada elegancia clásica de los antiguos y del Renacimiento con el realismo y el casticismo del habla popular, siendo su decir propio y limpio, armonioso y recio, y el más rico en voces y construcciones de los escritores castellanos.”

            Si esto es así, ¿qué valor conferir al desaliño que el ilustre escritor porteño advierte en la obra cumbre del alicaíno? ¿Cómo explicar que, en palabras del insigne reprobador, a los precitados vicios retóricos “los anula o los atempera cierto encanto esencial”? ¿Cómo dar razón del hecho –sigo al pie de la letra a Borges- de que Cervantes habla “para lectores que no se esfuerza en interesar y que sin embargo interesa”? ¿Cómo entender que un texto tan descuidado en el plano gramatical sea –en opinión del argentino- “eficacísimo, aunque no sepamos por qué?

            Si no fuera porque la circunstancia no tiene viso de verosimilitud, sucumbiría a la tentación de pensar que en su célebre “Discurso acerca de Cervantes y el Quijote”, el eminente y erudito filólogo Menéndez Pelayo es a Borges a quien se enfrenta cuando, con vena polémica no desprovista de “politesse”, señala que “Han dado algunos en la flor de decir con peregrina frase que Cervantes no fue estilista; sin duda los que tal dicen confunden el estilo con el amaneramiento. No tiene Cervantes una manera violenta y afectada, como la tienen Quevedo o Baltasar Gracián, grandes escritores por otra parte. Su estilo arranca, no de la sutil agudeza, sino de las entrañas mismas de la realidad, que habla por su boca.”

            En esas expresiones de Menéndez Pelayo –hoy injustamente preterido- es donde creo atisbar la solución al dilema literario planteado por ese inmenso escritor amanerado que se llamó Jorge Luis Borges. En el Quijote –suceso acaso sin precedentes- no es el autor Cervantes el que nos dirige la palabra, sino “la realidad, que habla por su boca.” Puede pareja realidad cometer cuanto desatino estilístico se le antoje, siempre que por medio de la lengua alcance a manifestarse en su más recóndito ser y nos imponga su presencia. 

            Antonio Machado claramente lo observó; oigámoslo: “Fue Cervantes, ante todo, un gran pescador de lenguaje, de lenguaje vivo, hablado y escrito; a grandes redadas aprisionó Cervantes enorme cantidad de lengua hecha, es decir, que contenía ya una expresión acabada de la mentalidad de un pueblo... Con dificultad encontraréis en el Quijote una ocurrencia original, un pensamiento que lleve la huella del alma de su autor. A primera vista parece que Cervantes se ahorra el trabajo de pensar. Deja que la lengua de los arrieros y de los bachilleres, de los pastores y de los soldados, de los golillas, de los buhoneros y vagabundos piense por él.”

            Más perfecta, exacta y persuasiva descripción del mérito estilístico del Quijote no conozco. De ahí la fascinación que su lectura siempre ha producido... Es fama que para Stevenson el encanto era la señera virtud de la literatura, por lo que si un escritor carecía de él, de todo carecía. Al Quijote podremos reprocharle –como hizo Borges- muchas fallas e incorrecciones. De lo que nunca podremos incriminarlo es de que no nos encante.

           


EL FASCINANTE UNIVERSO DE LA MÚSICA
-Reflexiones al margen de los Conciertos Van Cliburn 2002-         

                                                           
            Desde que Walter Pater, más de cien años atrás, proclamase en el admirable estudio ‘La escuela de Giorgione’ que “todas las artes aspiran constantemente al estado de la música”, no es de chocar que se haya citado hasta el cansancio su clarividente opinión, con el propósito de refrendar el pugnaz y siempre retoñante criterio de que la música ha de ser reputada la expresión artística suprema.

            La razón de pareja superioridad –se nos asegura- estriba en el hecho de que sólo en ella se cumple a plenitud y sin aparente fatiga el ideal de todo arte: transformar su materia, su tema, su dictum espiritual en forma... recalcitrante cuestión de estético viso que no sin acuidad examinaba el erudito fundador de la Sociedad Americana de Musicología Paul Henry Lang cuando, cavilando amenamente en torno al carácter no representativo de la idea musical, insistía en que por más que diera la impresión de que “los símbolos nunca se encuentran ausentes de la música (...) Una idea es una idea sólo cuando puede formularse con palabras, pero las ideas musicales sólo pueden formularse con notas.”

            Claro está, de la legítima comprobación de que la música prescinde de la clase de signos que las lenguas naturales emplean para posibilitar el abstracto fluir del pensamiento, sería cuando menos precipitado colegir que un preludio, una sonata o una sinfonía no poseen significado alguno. Lo que carece de significado es absurdo o peca de irrelevante, y la música rehusará siempre la vecindad de cualquiera de esos dos vejatorios calificativos. Podemos dar por cosa averiguada que toda composición musical comunica algo de incontrovertible alcance y trascendencia; algo que nos obliga a sentir y nos invita a meditar. Sólo que el lenguaje musical, en mucho mayor medida que otros lenguajes artísticos, nos enfronta a la dificultad de un mensaje que bajo ningún concepto consiente ser arrancado de su medio o materia. En el discurso de la música no hay manera de separar el contenido de la forma. El sentido del enunciado musical es vivencia humana transfigurada en riguroso orden sonoro; evanescente arquitectura melódica en la que el tiempo –hebra furtiva con que se teje la existencia humana-, sin detener su empeñosa carrera, deja sin embargo en el alma una hasta entonces elusiva fragancia a eternidad, el melancólico sabor de lo infinito...

            Releo las líneas que anteceden y advierto que la palabra ‘orden’ acaba de resbalar sobre el papel. Lo que me hace recordar que en griego al orden se le llama kosmos, y que una de las más duraderas y estimulantes intuiciones del pensamiento de Occidente fue, despuntando apenas los primeros albores de la reflexión filosófica, la que asomó a la mente proficua de Pitágoras cuando creyó discernir que el universo entero respondía a una ley musical, que sostenían los astros un amoroso diálogo para nada diferente al de los acordes de cualquier instrumento bien afinado... El mundo nos hablaba, pues, en el idioma de la música. Armonía de las esferas que muchos siglos después impulsará a Fray Luis de León a confesar en liras memorables que, escuchando la “música extremada” de Francisco Salinas, “Mi alma que en olvido está sumida,/ Torna a cobrar el tino,/ Y memoria perdida/ De su origen primera esclarecida.”: Música, lengua de Dios, sonido que transporta a un reino de dulzura inefable del cual no deseamos retornar. Allí, embriagados con el vino escatológico de la hermosura, sólo acertamos a repetir el glorioso oxímoron del místico de Cuenca: “¡Oh desmayo dichoso!/ ¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!/ ¡Durase en tu reposo/ Sin ser restituido/ Jamás a aqueste bajo y vil sentido!”

            Exuberante o ascética, dramática o juguetona, circunspecta o colorida, la música ha acompañado al hombre en su enigmática aventura terrenal desde el instante mismo en que éste se liberó de los atavismos del instinto, de las prescripciones inflexibles de la naturaleza, para adentrarse en el territorio ciertamente problemático de los valores simbólicos y culturales. Desde los remotos orígenes prehistóricos de nuestra especie, acaso sumidos para siempre en espesa neblina, ha sido la música fuente generosa de gratificación espiritual, medio privilegiado de afianzar la unión de los miembros de la sociedad y recurso insustituible para el auto-conocimiento y expresión de la más sutil, variada e intensa gama de emociones.

            Y esa música (la genuina, la que eleva, la que no tiene desperdicio) fue el precioso obsequio que las noches del martes 7 y el miércoles 8 de mayo, bajo las diestras batutas de los maestros Carlos Piantini y Álvaro Manzano, nos ofreció la Orquesta Sinfónica Nacional en inolvidables conciertos en los que tuvieron destacadísima participación los cuatro pianistas ganadores de los premios Van Cliburn de este año.

            El protagonista de la primera presentación –luego de un beethoviano introito- fue, sin discusión posible, Sergei Rachmaninoff. Para empezar, nos deleitamos con el celebérrimo Concierto N° 2 en Do menor, Opus 18, obra de acusado perfil romántico por mor de su desbordamiento sentimental, tan afín al espíritu del que fuera su inspirador modelo, Peter I. Tchaikovsky. No caminará lejos de la verdad quien afirme que esa vibrante pieza musical tiene la virtud de conmover al público en gracia a sus arranques patéticos, su teatral grandilocuencia y su sensual lirismo, cualidades con las que el alma eslava del ilustre discípulo de Taneiv y Arensky sin tapujos se exhibe.

            El estilo efectista de Rachmaninoff, sus alardes de virtuosismo, su hasta cierto punto fácil prodigalidad sentimental y absoluta falta de recato, se han ganado las iras de numerosos detractores en el ámbito de la crítica e historia de la música. A Lucien Rebatet, autor de ‘Una historia de la música’, no le tiembla el pulso para decir que los cuatro conciertos para piano y orquesta de este autor ruso “Caducos, huecos, sin haber conservado ni siquiera su brillo, son la vertiente actual de toda la ropavejería de un Henri Hertz, un Czerny, un Thalberg entre 1830 y 1850.”

            Sin embargo, si no temiera ser tildado de paradójico, me avendría a sostener que las prendas que han hecho tan popular la creación musical de Rachmaninoff si de algo son fruto es de sus obvias ‘debilidades’. Pues si bien es cierto que la retórica a la que se acoge (aparatosa, con ribetes sensacionalistas, afecta a la espectacularidad) está en los antípodas del comedimiento de buen tono que el oyente refinado tiene el derecho de exigir a una composición de estirpe clásica, no es menos verdad que la vehemencia expansiva de este maestro tardo-romántico consigue florecer en un ramillete de entrañables melodías que ninguna sensibilidad mínimamente cultivada tendría la indelicadeza de preterir.

            Porque es Rachmaninoff compositor esencialmente melódico. Y el genio melódico –mal haríamos en olvidarlo- es quizás lo único que no se puede aprender en el conservatorio. En música la melodía es un don de los dioses...regalo celestial al que se tiene acceso –el Ion platónico claramente lo explica- no por el estudio, sino por el mero favor de la inspiración, valimiento que a Rachmaninoff –cualesquiera que sean los vicios que se nos ocurra achacarle- jamás le falta.

            Por demás, no es extraño que uno de los más grandes pianistas del mundo –que eso fue el músico que nos ocupa- se interesase en la obra del que ha sido considerado epítome de la pericia con las cuerdas, auténtica leyenda del violín, Niccolo Paganini. De Paganini casi nos atreveríamos a decir que inventó el virtuosismo. Así, pues, rinde el ruso homenaje al maestro italiano seleccionando el último de sus 24 caprichos para violín solista con el propósito no sólo de glosar su música, sino también –ambicioso objetivo- de retratar su compleja personalidad. Tal es la causa de que introduzca en su Rapsodia el antiguo canto de muerte Dies Irae (Día de ira) del que ya Liszt se había servido en su Totentanz y, en su célebre Sinfonía Fantástica, Berlioz. Dicho tema encarna el espíritu del mal, ya que el mito que surgió en torno al arte prodigioso de Paganini pretendía que, para alcanzar su inigualable dominio instrumental y conseguir el amor de una mujer, vendió su alma al demonio... Creámoslo o no, lo cierto es que endemoniadamente difíciles de interpretar son las variaciones de Rachmaninoff, temible desafío hasta para el más avezado de los pianistas.

            La segunda noche de los Ganadores Van Cliburn –apenas concluida la obertura Alessandro Stradella de Fiedrich von Flotow- nos recompensó con el Concierto en La menor de Edvard Grieg y el N° 1 en Si bemol menor de Tchaikovsky.

            Grieg, como es de todos sabido, consagró su vida a la creación de una música nacional escandinava, influido tempranamente por Ole Bull y por su amigo, prematuramente fallecido, Rikard Nordraak. Éstos, particularmente el primero, apasionados del folclore de su país, introdujeron a Grieg en los secretos de la genuina música autóctona noruega.

            Ahora bien, es notorio que el componente popular nativo, tan significativo y ostensible en sus breves composiciones posteriores, no aparece de manera directa en el concierto para piano, única obra extensa escrita por el entonces joven compositor sobre el modelo clásico tradicional de la sonata.

            El aludido concierto, justamente famoso por su exquisita riqueza melódica y sus coloridas progresiones armónicas, desarrolla bellísimos temas, deudores en el plano de la estructura, del Concierto para piano de Robert Schumann, escrito también en La menor. Acaso lo que en la obra que nos ocupa resulta más digno de nuestra atención es el intenso lirismo que el compositor supo expresar con el teclado, al extremo de que –acertadamente lo señala Jonathan Kramer-, “Al escuchar las carrerillas y arpegios menos rimbombantes, tenemos la sensación de que cada nota importa y de que no es sólo un gesto.”

            Pasando ahora al Concierto en Si bemol menor, acaso el trabajo para piano más popular del mundo, baste la anotación de que las censuras de que fue objeto Rachmaninoff y a las que me referí párrafos antes, por muy similares motivos han llovido y siguen cayendo en chaparrón cerrado sobre Tchaikovsky...

            De sus composiciones se ha dicho que, siendo el primer ruso que se apropia del lenguaje musical de los románticos alemanes, “no sabe ahondar en los recursos de esa retórica, distingue mal sus elementos, su bitematismo es demasiado abstracto para él.” O también, que su obra –para el caso la sinfonía Patética- “nos conmovería mucho más si no hubiera estado trufada de unos clisés que arrastraban desde hacía ochenta años todos los románticos de segunda categoría...”

            ¿Qué pienso yo? Desde el desolador pantano de mi ignorancia musical –a la música sólo me arrimo a guisa de asiduo fruidor-, he creído advertir que no pocos especialistas en arte, a veces de incuestionable erudición, cuando ejercen la crítica tienden a sobredimensionar el valor de intrincados aspectos técnicos, la novedad formal y los pormenores de estructura, relegando a un penumbroso segundo plano lo que en punto a logro estético entiendo es crucial: el efecto de encantamiento que en su conjunto la obra suscita.

            De ser esta última la medida utilizada para establecer las virtudes del mentado concierto, mal que le pese a sus sofisticados detractores, hallo todas las razones del mundo para que las prestigiosas orquestas y los intérpretes de más reconocida trayectoria lo sigan ejecutando una y otra vez.

            Por tanto, disiento nuevamente de Lucien Rabatet cuando argumenta que “el Primer Concierto para piano en Si bemol menor nos cansa pronto por su pintoresquismo rapsódico.”... Lo cansará a él, no a mí ni a los millones de melómanos en cuyo nombre se siente autorizado a pronunciarse. En contraposición (más allá de que el discutido concierto pueda contener algunas de las populosas vulgaridades que A. Rubinstein despiadadamente fulminó), sostengo que ejerce un poder de seducción emocional tan obvio que nunca dejará de ser favorecido con el aplauso entusiasta de los amantes de la buena música.

            Hay algo atípico y ciertamente original en esta pieza: la desproporción manifestada en la duración considerablemente mayor del primer movimiento con relación a los dos últimos; y, otrosí, el hecho de que la melodía supuestamente introductoria, la más lírica de la composición, amén de haber sido levantada sobre la insólita y para algunos seguramente errónea tonalidad de Re bemol mayor, lejos de cumplir una función preparatoria o de entrada, no lleva al cuerpo principal del movimiento, sino que aparece con perfiles de conjunto acabado y autónomo... Esta deliciosa introducción, la que la gente de a pie identifica con el Concierto para piano de Tchaikovsky, no se repite más, aun cuando la esperemos impacientes tan siquiera en la coda.

            Arribo al final de mi laboriosa digresión; y no habrá escapado al lector avisado que me he referido a todo, salvo al desempeño de la orquesta y al de los galardonados pianistas invitados... La razón de conducta crítica tan escasamente profesional es bastante disculpable: no poseo el bagaje musical requerido para examinar desde una perspectiva técnica las brillantísimas ejecuciones de los cuatro intérpretes que tuve el privilegio de escuchar. Mis exigencias en orden a calidad interpretativa fueron ampliamente superadas por los cuatro pianistas ganadores del certamen Van Cliburn. Maxim Philippov, Olga Kern, Antonio Pompa-Baldi y Stanislav Ioudenitch son ejecutantes sobresalientes que, al completo dominio de las arduas dificultades propias de las partituras, adunaban el talento de conferir a la obra su personal estilo de interpretación, fruto de su estrecha familiaridad con el espíritu de la música y de la infalible intuición del auténtico artista.

            No hay palabras con que agradecer al Grupo León Jiménez, patrocinador de tan espléndidos conciertos, y a Margarita Copello de Rodríguez, quien incansablemente los diligencia y organiza, la maravillosa y casi surrealista oportunidad de que un país con las penurias del nuestro pueda crecer espiritualmente – no habrá desarrollo sin esta dimensión espiritual- a favor de las más excelsas expresiones de la música culta.



 
BEETHOVEN MASACRADO
        (O EL INICIO DE LA SEGUNDA PARTE DE LA TEMPORADA SINFÓNICA)

Cierta crítica conozco, demasiado abundosa en nuestro medio, que por sistema confunde la palabra con un garrote, hallando al parecer gozo cuasi lascivo en descalabrar sin misericordia cuanto se le pone por delante; dieran la impresión quienes la ejercen –cofradía de sierpes ponzoñosas- de que su deleite se intensifica en proporción inversa al número de fallas, insuficiencias y descuidos que ponen o creen poner al descubierto… No es el caso –quisiera pensarlo así- del autor de estas ceñudas cavilaciones. En punto a comentario valorativo mil veces prefiero elogiar y encarecer que no abaratar o derruir. Para desazón de la nutrida cáfila de lectores a la que sólo complace el dicterio y el rebajamiento que el amarillismo de la prensa con generosidad provee, no tiene mi pluma, en el ámbito de la apreciación estética, vocación de garra o de colmillo. Empero, si bien suelo acogerme a la elocuente y compasiva disciplina del silencio cuando lo que he leído, visto o escuchado no colma mis expectativas de resabiado fruidor de arte, a veces, como en el caso de estas apostillas, me veo impelido a romper tan saludable costumbre. Porque hay ciertas cosas en el campo del quehacer artístico ante las que un escoliasta que se respete no puede, no debe hacerse de la vista gorda so pena de incurrir en onerosa falta por lo que toca a su primordial e irrenunciable compromiso social, que no es otro sino orientar, estimular y esclarecer.

              Para preámbulos vamos sobrados con lo dicho. Entraré, pues, a seguidas en materia confiando por modo probablemente cándido e inadvertido que los juicios que se agolpan en mi cerebro y pugnan por volcarse en la página no sean considerados fruto de atrabiliario prejuicio o insana animadversión, sino lo que en puridad son e intentan ser: mi opinión personal, zahareña acaso pero no irresponsable, ni festinada, ni lastrada de ocultas intenciones, acerca del deplorable concierto con que dio inicio el pasado jueves 19 de agosto la segunda parte de la Temporada Sinfónica del año en curso, cuyo plato fuerte –al que exclusivamente me referiré por razones de espacio- era nada más y nada menos que la Novena Sinfonía de Beethoven.
            Asumo –espero que el melómano avisado en parejo dictamen me acompañe- que la virtud primera y en modo alguno deleznable de un buen director es la prudencia a la hora de seleccionar las obras que conviene incluir en el programa. Comenzaré entonces señalando que a mi tal vez erróneo pero honesto criterio, constituye un flagrante atentado contra la sensatez y el comedimiento lanzarse al coso a torear esa bestia tremenda que es la Sinfonía Coral del genio teutón, pieza supremamente difícil y compleja que en música representa lo que en pintura la Monalisa, en literatura la Divina Comedia, en escultura el David o en arquitectura el Partenón… Y semejante irreflexión y ligereza en orden a la elección de las obras del programa es también en no chica parte pasible de desaprobación con sólo tomar nota del hecho de que la aludida composición –célebre si las hay- ha sido objeto de memorables ejecuciones a cargo de las más calificadas orquestas y las más reconocidas y ovacionadas batutas del mundo, ejecuciones que, por si fuera poco lo que acabo de aseverar, han sido grabadas y pueden ser escuchadas siempre que uno lo desee, conformando así un paradigma de calidad al que, para igualarlo, es menester disponer de instrumentistas fuera de lo común y de un director de las condiciones excepcionales de un Toscanini, un von Karajan un Furtwangler o un Barenboim.
            Como ese está lejos de ser el caso de nuestra orquesta –compuesta en su mayoría por profesionales discretos y consagrados pero no sobresalientes-, ni de nuestro flamante director José Antonio Molina, músico a quien nadie escatimará talento y brillo pero que ni por asomo cuenta con la experiencia, dominio técnico y genialidad que le autoricen a  hombrearse con las cimeras figuras antes mencionadas, ocurrió lo que no podía dejar de suceder: La Novena Sinfonía de Beethoven fue torturada, mancillada, masacrada antes que interpretada. No recuerdo haber escuchado en toda mi vida de adicto melómano y fervoroso admirador del estro beethoveniano, una ejecución de la Novena tan a pie de tierra, pobre, carente de lustre, de perfilación y de acabado; desafinaban los músicos, no había limpieza en la sonoridad, en especial de los vientos, ni matización ninguna, en tanto que el tambor producía un escalofriante barullo de latón; a todas estas, el desarrollo de la obra –a la que se le imprimió una aceleración desaforada que lejos de añadir dramatismo iba en detrimento del sentido de la pieza- se mantuvo en un nivel de ejecución plano, mecánico y lineal, al que faltó en todo momento ese duende que hace que el intérprete reproduzca no sólo los símbolos de la partitura sino su espíritu; por lo demás, los solistas del coro –aparte de que también desafinaban de lo lindo- jamás dieron la talla en sus grises y anémicas intervenciones; sólo la masa coral tuvo una loable participación… Al cabo y a la postre, que la ejecución de la Novena Sinfonía, cuyos trapos sucios musicales me he visto en la penosa obligación de orear, (y dé por descontado el lector que falta por hacer inventario de muchos más lunares de los que he traído a colación) debería hacernos reflexionar en torno a esta delicada cuestión: en la esfera de la música culta es imperioso hacer conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones y atenernos a lo que podemos llevar a cabo de manera satisfactoria. Las buenas intenciones no bastan porque, como es fama, el infierno está tapiado de ellas. De donde, mientras a los dominicanos que amamos y nos dedicamos a las tareas artísticas se nos sigan subiendo los humos a la cabeza, continuaremos haciendo gigote, al llevarlas a la sala de conciertos, las más excelsas creaciones del arte musical.  

 
               
 EL CONCIERTO DE CÁMARA DEL “QUINTETO ALLA BREVE”
                    

Cierto melómano de cuyo nombre la desleal memoria mía se obstina en desentenderse sostenía que “La música de cámara siempre será un exceso”. Juicio tan categórico que, a las primeras de cambio, no dejará de parecer extravagante ni, por consiguiente, de sorprender al lector desprevenido, se cimentaba en el hecho de que según el referido opinante (que, convengamos en ello, de atendibles razones no andaba desasistido) sólo el más desmesurado amor al arte sonoro, sólo una pasión devoradora, irresistible por éste, era capaz de hacernos comprender por qué, haciendo caso omiso de otras formas musicales harto más aplaudidas, un compositor o un intérprete decidían consagrarse a la poco glamorosa y escasamente reconocida música de cámara… O, en obsequio de la exactitud no temeré ser reiterativo: que un absoluto desapego de cualquier objetivo de naturaleza ajena al mero deleite musical es lo único que puede inducir al músico a compartir atril con tres o cuatro colegas en un conjunto de cámara. Pues va de suyo que la de cámara es hoy por hoy modalidad musical cuasi residual, algo así como un vestigio o reliquia de tiempos pretéritos que a duras penas sobrevive merced a la devoción –o acaso chifladura- de un puñado de oyentes “exquisitos” que no se resignan a verla desaparecer estrechada entre el estruendo apabullante y magnífico de la nutrida orquesta sinfónica y el desplante no menos enardecedor, soberbio y colorido del melodrama teatral, manifestaciones estas dos últimas a buen seguro las más socorridas en el campo de la llamada música clásica.
¿A qué cabe atribuir la persistente y notoria impopularidad de los conjuntos cameráticos? ¿De dónde les viene la fama de “aburridos” y cuál sería la causa de su magro aliciente? ¿Por qué les da la espalda el gran público que, sin embargo, asiste con religiosa fidelidad a todos los conciertos de la temporada sinfónica? Y –remachémoslo- ¿a qué se debe que a pesar de la patente indiferencia demostrada por el aficionado habitual hacia la música de cámara, ésta sigue siendo, a juicio del más selecto núcleo de personas entendidas en la materia la cúspide, la más alta y depurada expresión del arte del sonido?
Como no tengo por cuestión de poco la inquietud que diera lugar a las interrogantes para nada retóricas que anteceden, ensayaré a seguidas –creo es lo que procede- responderlas, aun cuando, valga la aclaración, no esté mi pluma en ánimo de acometer el asunto por manera exhaustiva y concluyente; a ese tenor, me circunscribiré no más que a un señalamiento que, por cuanto atañe a dilucidar el punto que ahora nos ocupa, estimo de crucial importancia: la prisa, las urgencias inaplazables de la cotidianidad, la continua trepidación que caracteriza a la vida moderna en la que el individuo se ve expuesto al incesante bombardeo de mil excitaciones diversas, ha sido ocasión de que hombres y mujeres, seducidos, aturdidos, jaloneados por tantos espectaculares reclamos exteriores, se desvíen del camino que los conduce al encuentro de su genuino ser, esto es, a habitar la zona más recóndita y reveladora del humano existir: la de la propia intimidad… Y he aquí que sólo desde esos hontanares del yo (oasis de frescura y sosiego en el que germinan las verdades esenciales) es posible deleitarse con la música de cámara, la cual requiere para ser apetecida y paladeada de una sensibilidad que el “mundanal ruido” no haya logrado entumecer.
Si bien en su origen la calificación “de cámara” hacía hincapié en el hecho de que se trataba de una expresión musical doméstica, o sea, que se realizaba en la cámara o habitación de una residencia privada, generalmente palaciega, en la acepción moderna el término refiere no ya a la naturaleza del espacio de ejecución, que suele ser ahora un salón de concierto de moderadas dimensiones, sino a un género de música interpretada por un grupo exiguo de instrumentistas en el que –y esto tiene alcance fundamental- ninguno de ellos funge como simple acompañamiento, sino que se establece un diálogo donde cada virtuoso desempeña una parte de extensión y envergadura aproximadamente similar.
Para preámbulo vamos sobrados con lo expuesto. Después de todo, los trillados conceptos que acaban de escapar a los puntos de mi pluma en los renglones que preceden, si algo perseguían era situar en una perspectiva adecuada  –¿lo habré conseguido?- la presentación en días pasados del QUINTETO ALLA BREVE, agrupación de reciente surgimiento integrada por la pianista Jasmina Gavrilovich, la violista Jolanda Mancar Veljkivich, el violinista Igor Vasijevich, el contrabajista Velibor Veljkovich y la violonchelista Milena Zirkovich, nombres que remiten a la antigua Yugoeslavia de donde vinieron ellos a nuestro país hace ya muchos años.


En la Sala de la Cultura del Teatro Nacional, donde los miembros de dicho conjunto hicieran su debut con un programa constituido por dos obras: el segundo movimiento del Quinteto para piano y cuerdas den Mi Menor de Robert Schumann y el Quinteto en La Mayor, Die Forelle (La trucha) de Franz Scubert, la música, la verdadera, la más gentil, vívida y transparente sedujo el corazón de cuantos en aquella repleta estancia tuvimos el privilegio de escucharla.




El segundo movimiento del Quinteto de Schumann que ALLA BREVE ejecutara a modo de apertura es pieza sin lugar a dudas memorable en la que luces y sombras, patetismo y risueño fluir se combinan, y donde un tema obsesivo y no exento de dramatismo es contrarrestado por la soleada limpidez de otro de feliz tesitura; en el mentado movimiento domina la alegría, pero no dejan de percibirse oscuros coletazos de ominosa tragedia.




Y luego llegó “La trucha”. Me cuento en el número de quienes piensan que junto a los lieder, los más altos logros de Schubert es menester buscarlos en su música de cámara; porque en ella es donde el compositor le concede a su numen mayor margen de libertad. Acaso el Quinteto “La trucha” no se eleve a las alturas de otras obras maestras de dicho compositor universalmente reconocidas, como el Quinteto de cuerda en do mayor, o ese cuarteto en la menor donde topamos con el melancólico lied “Los Dioses de Grecia”, o también el de re menor en el que reaparecen las notas de “La Muerte y la Doncella”; pero lo cierto es que el Quinteto “La trucha” es, mírese por donde se mire, pieza primorosa, de afortunado melodismo en el que un tema de generosa expansividad es seguido por otros aún más excitantes y placenteros; temas que, de modo alternativo exponen el piano y los cuatro arcos para, apenas se llega al movimiento final, reaparecer el motivo engalanado con todos sus ornamentos que el teclado subraya y glorifica.
Nos obsequiaron los intérpretes una versión musical signada por la inteligencia, la precisión y la gracia, versión rítmicamente irreprochable en la que, sin detrimento del factor expresivo, reinó desde el inicio hasta la nota postrera el equilibrio y la mesura.
Que el QUINTETO ALLA BREVE persista en recorrer el arduo camino de la música de cámara por el que comienzan con excelente pie a abrirse paso es nuestro más caro deseo e ilusionada expectativa; pues si bien es notorio que en Dominicana, donde para sobrevivir el músico atrilista debe rebuscárselas tocando en bodas, fiestas y bautizos, imponer el gusto de parejo género no será tarea liviana ni expedita, vale la pena intentarlo porque el arte del sonido en sus supremas manifestaciones no es profesión ni oficio, sino algo mucho más trascendente: el más imprescindible lujo que los seres humanos se hayan podido dar.



ANTONIO POMPA-BALDI, LA MAGIA DE UN PORTENTOSO INTÉRPRETE

Si un jactancioso afán de exactitud me indujera a aventurar cuando no viene al caso señalamientos de semántica estofa (vicio del que suele adolecer cierta letrada mojigatería de criolla solera), acaso en los comentarios que a punto largo me propongo estampar sobre la acogedora candidez de esta cuartilla acerca del Concierto N° 2 de “Tempo Cámara 10”, “Marfiles en blanco y negro”, que se llevó a cabo en la Sala de la Cultura del Teatro Nacional Eduardo Brito la noche del pasado martes 19 de octubre, acaso, repito, ya en vena de remilgado academicismo comenzaría puntualizando que a la soberbia velada musical  con la que tuvimos la oportunidad infrecuente de deleitarnos en la referida ocasión no le acomodaba stricto sensu la denominación de “concierto”, sino la de “recital”, habida cuenta de que, si estoy bien informado, -el Diccionario de la Real Academia Española viene diligente en mi auxilio- califícase “recital” al “Concierto compuesto de varias obras ejecutadas por un solo artista en un mismo instrumento”; y eso, no otra cosa, fue lo que se nos obsequió –dádiva espléndida- en la aludida presentación de melódico viso.
En efecto, el selecto programa al que se nos convidó (que incluía las “Piezas Fantásticas” Op. 12 de Schumann, la “Suite Bergamasque” de Debussy y la “Sonata N° 2” en Si Bemol Menor Op. 36 de Rachmaninov) sólo un instrumento requería, el piano, y de un único ejecutante precisaba, el virtuoso del teclado capaz de trasmutar en canto arrobador aquellos “marfiles en blanco y negro”.
Ahora bien, para cumplir de manera cabal el desafío que implicaba ejecutar a entera satisfacción de los melómanos que abarrotaban la hospitalaria Sala de la Cultura –entre quienes no faltaba buen número de la crema y nata de los profesionales de la música seria de este país- era imperioso que el solista demostrase su maestría, su completo dominio de las partituras seleccionadas, su capacidad para, solventando las múltiples dificultades de orden técnico, expresar en su esencial pureza el contenido de pulsiones anímicas de las composiciones de los tres autores arriba mencionados: el cautivador alemán, el exquisito francés y el ruso apasionado, por modo a no dejar el menor resquicio por donde pudiera filtrarse entre los asistentes la roya de la reticencia ni el bacilo de la vacilación o de la duda.
Mas, es imperativo reconocerlo, no hubo lugar en la soirée de marras para la decepción o el descreimiento; el formidable pianista que tuvimos el privilegio de escuchar no lo permitió; sus prodigiosos dedos daban la impresión de formar parte del teclado o, quizás, lo que ocurría y creíamos ver era que las teclas habían pasado a ser, por obra de sobrenatural embrujo, providencial extensión de sus manos… Sea lo que fuere, sólo ignorantes a dedicación exclusiva osarían acusarme de gastar protocolo de erudito o de sacar las cosa de quicio porque me empecine en sostener de manera categórica y sin que me tiemble el pulso que el virtuoso con cuyo desempeño tuvimos esa afortunada noche la posibilidad de gratificarnos dio con creces la talla, estrujándonos el corazón, sacudiéndonos el alma, iluminando los misteriosos caminos que conducen a los hontanares de nuestra humana condición con cada una de las notas que sabiamente supo arrancar al piano.
¿Quién fue el autor de semejante hechizo? ¿Quién, por un instante que es casi eternidad en el recuerdo, consiguió rescatarnos del anonimato gris de la rutina cotidiana para aposentarnos en la región feliz, inmaculada, del rendido embeleso? ¿Quién fue el alquimista que trasmutó en oro de sueño y de verdad el plomo desolador de lo anodino?...

          Antonio Pompa-Baldi, tal es su nombre. Consumado maestro del piano, ganador de innumerables lauros en certámenes internacionales, ovacionado concertista que en caudalosas giras ha ofrendado su arte en las más emblemáticas salas de todos los continentes, este fabuloso ejecutante de origen italiano, aunque estadounidense de nacionalidad, fue el taumaturgo que en la referida velada catapultó a una audiencia fascinada, embebecida, arrobada, hacia los propileos inmarcesibles de la armonía y la belleza.
 Artistas hay –a nadie cogerá de nuevas- que a pesar de hacer ostentación de un impresionante currículo, a la hora de demostrar su real valía quedan muy por debajo de las expectativas que pudiera haber despertado su promocionado historial. Antonio Pompa-Baldi no es parte de ese número. Si un virtuoso hay que no vende la piel del lobo como vellón de cordero pascual, es él. Nadie a quien asista un adarme de sensatez, luego de haberle escuchado, dejará de convenir que en punto a pericia técnica, elan  expresivo y acabado conocimiento del estilo de cada un compositor cuyas piezas interpreta debe ser tenido Pompa-Baldi, en tanto que profesional del teclado, por grande entre los señalados y encumbrado entre los conspicuos.
Rueda por ahí la especie –tal vez de venero romántico- de que el cimero intérprete es el que, a semejanza de un Paganini o un Liszt, se entrega al frenesí y al arrebato, opinión que, salvo error de mi parte, tiene la edad de los prejuicios. Viene  a cuento entonces aclarar que no es el solista que nos ocupa de los que, a fuer de cumplido oficio y técnica perfectamente asimilada, se complace en ostentar su adquirida habilidad perpetrando sensacionalistas proezas de teclado a rebours  no pocas veces del espíritu de la obra ejecutada;  pues si bien es cierto que ni por asomo será posible advertir en su performance desaliño alguno ni tampoco, cuando la partitura lo reclama, le hallaremos flaco de nervio, garra y reciedumbre, no es menos verdad que el timbre de distinción de Antonio Pompa-Baldi cabe ser compendiado, a mi escasamente calificado parecer, en estas dos virtudes: su inigualable versatilidad que le permite identificarse a plenitud con el temple característico de cada pieza interpretada y su lúcida búsqueda de equilibrio que le lleva a no desentenderse jamás de un bienvenido comedimiento de clásico linaje.
Si a lo que antecede añadimos que este incomparable instrumentista, lejos de traslucir esfuerzo alguno en sus ejecuciones, se paseaba por las obras con lúdico donaire, como quien sonríe ante un paisaje hermoso, acompañando, eso sí, como buen italiano, cada momento de la interpretación, cada pasaje, transición y secuencia, con gestos reveladores y posturas y ademanes que traducían al lenguaje del cuerpo y del semblante el gozo supremo que la música le procuraba, si sumamos, insisto, la observación que acabo de registrar a lo anterior, acaso no le haremos demasiada injusticia al aventurar esta recensión –pecadoramente subjetiva- de los rasgos más representativos de su arte.

  Del recital sobre el que han versado las precedentes apuntaciones valorativas queda –salta a la vista- mucho más que el rabo por desollar; empero, de ello, en mor de la brevedad, no dará cuenta este mi cálamo insignificante y anticuadamente desafecto a las frivolidades irresponsables de una post-modernidad que nunca sabrá aquilatar en su alcance y cuantía la creación del artista genuino.



  Que el QUINTETO ALLA BREVE persista en recorrer el arduo camino de la música de cámara por el que comienzan con excelente pie a abrirse paso es nuestro más caro deseo e ilusionada expectativa; pues si bien es notorio que en Dominicana, donde para sobrevivir el músico atrilista debe rebuscárselas tocando en bodas, fiestas y bautizos, imponer el gusto de parejo género no será tarea liviana ni expedita, vale la pena intentarlo porque el arte del sonido en sus supremas manifestaciones no es profesión ni oficio, sino algo mucho más trascendente: el más imprescindible lujo que los seres humanos se hayan podido dar.




WAGNER, CHOPIN Y BEETHOVEN EN LA BATUTA DE THOMAS SANDERLING


               La sentencia atribuida al legendario director italiano Arturo Toscanini en la que estatuía en tono francamente provocador que no hay orquestas malas o buenas, sino sólo buenos o malos directores, pese a su inconfundible apariencia de “boutade”, tiene trazas de expresar una verdad que –de ello estoy muy cierto- no sería prudente desatender.


            En efecto, creo ir asistido de razón al presumir que si bien ningún director de orquesta es un Merlín alquimista al que podamos exigir que trasmute el gravoso plomo de la mediocridad en el oro reluciente de la excelencia, sería craso error suponer que la función que le corresponde llevar a cabo, batuta en mano y de espaldas al público, es meramente episódica, marginal o decorativa.


            ¿A qué vienen estas acaso prescindibles consideraciones? A que, en cuanto puede conjeturarse, el meritorio desempeño de la Sinfónica criolla el pasado primero de septiembre guarda relación con el hecho de que al frente de la misma se hallaba nada más y nada menos que el veterano director Thomas Sanderling. Porque un director de fuste, aunque no haga milagros, siempre será capaz, si encabeza un conjunto profesional, –y el nuestro, no lo dudemos, lo es- de interpretar la música de los grandes compositores con el más halagüeño resultado.


            Cierto autor cuyo nombre mi ingratitud olvida hacía una observación que doy por correcta y oportuna, hela aquí: La orquesta es un instrumento más que el director activa según su concepción, deseo y voluntad, como hace el virtuoso ejecutante cuando oprime de la manera que juzga más apropiada las ochenta y ocho teclas de su piano… Con la diferencia, sutil y enorme a la vez, de que una tecla de piano, una cuerda de violín o una boquilla de oboe o clarinete sólo oponen al músico resistencia de índole mecánica, en tanto que cada instrumentista de una filarmónica es primero y antes que nada un ser humano, un individuo con personalidad, prejuicios, experiencias, técnica, cultura y tradición. De donde no basta ser músico vezado y talentoso para dirigir satisfactoriamente una orquesta, sino que, además, ha de poseer el que a semejante tarea se aplica agudas cualidades de psicólogo, pues cuanto más atinadamente y con menos fricción sepa coordinar a los miembros de la agrupación orquestal, mejor y más gratificante será el rendimiento que obtendrá de ellos.



            Tremenda ha de ser la habilidad del señor Sanderling por lo que atañe a la manera como se relaciona con los miembros de la orquesta y extrae de ellos la más opima cosecha en punto a musical desempeño y cordial disponibilidad, que otra explicación no me viene a las mientes para esclarecer el misterio de cómo, con tan escaso tiempo de ensayo, casi de un día para el otro, consiguió que cada un ejecutante se entregase a plenitud y con notorio entusiasmo a cumplir la parte que tenía asignada en la fausta programación de la que estas apuntaciones apresuradas pretenden dar incompleto registro.






            Sea lo que fuere, no por comedir mis palabras dejaré de poner de resalto que el referido concierto, lejos de asestarnos cobre por oro, colocó a los músicos de la sinfónica en el sitial que en rigor les corresponde, el reservado a los respetables intérpretes de nuestra más prestigiosa institución musical.






            Abrió el programa la justamente encomiada obertura de la ópera “Los Maestros Cantores de Nuremberg”, archiejecutada partitura de Wagner en la que este genial creador nos seduce con algunos de sus más hospitalarios ritmos y amenas melodías, obra en la que, luego del intenso cromatismo del “Tristán”, nos encara a la más espléndida cuanto inesperada muestra de expresividad diatónica. El espíritu wagneriano, en la versión que tuvimos la dicha de escuchar, fue en todo momento reconocible, quedando impresas en las notas la solemnidad un tanto aparatosa y acaso sonreída que el asunto y enfoque –se trata después de todo de un Ópera Cómica- reclamaban.


            A continuación nos esperaba Chopin, el romántico por antonomasia, con su “Concierto N° 2 en Fa Menor Op. 21” para piano y orquesta. A fuer de rigurosos, tal vez proceda rebautizar dicha pieza  como compuesta no para piano y orquesta, sino para piano con acompañamiento de orquesta, lo cual, bien miradas la cosas, no es consentir en injusticia, habida cuenta de que esta juvenil partitura del emotivo polaco, antes que a la concepción concertista basada en el diálogo y contraposición de dos fuerzas opuestas pero iguales –solista y orquesta-, responde a otra tradición, representada, si no me pago de apariencias, por el Mozart de las primeras épocas y J. C. Bach, entre otros compositores menores escasamente interpretados en los tiempos que corren, tradición en la que la orquesta se somete al instrumento solista. Tal es la causa de que en la escritura de parejo concierto predomine el lirismo y no el drama. Lo que en él interesa no son las tensiones y su final resolución, a la titánica manera beethoveniana, sino los pormenores deliciosos de la melodía que nos hace partícipes de un estilo típicamente florido, exornado con rápidas figuraciones. Y esa belleza de sesgo poético y sentimental fue transparentemente destacada por el pianista ucraniano Pavel Gintov, virtuoso cuya precisión, corrección y habilidad al teclado contrastaban fuertemente con su parca expresividad gestual.


                 Y, al final, cerrando con broche de oro la velada, la “Sinfonía N° 4 en Re menor, Op. 120” de Schumann, obra de memorable hermosura que no suele faltar en los programas de los principales conjuntos sinfónicos internacionales y acerca de la cual, sin perjuicio de volver sobre el tema en más favorable oportunidad, me contraeré por ahora a decir que fue ejecutada con tan singular maestría y perfecta comprensión de su sentido y valores armónicos, melódicos y rítmicos, que ni el más exigente de los melómanos –en cuyo arisco número no quisiera ser incluido el autor de estas líneas- habría podido –y en ello va mi crédito- percibir titubeo, desliz o ambigüedad.


            ¡Enhorabuena!... Felicitemos a Thomas Sanderling y a nuestra Sinfónica, y vayamos preparando el paladar para el próximo concierto, donde el mismo director y la misma orquesta a buen seguro no nos defraudarán.

            LUDWIG VAN BEETHOVEN Y DANIEL BARENBOIN:
                                    APUNTACIONES APOLOGÉTICAS
                                                  
           Me asalta la perturbadora sospecha de que las valoraciones que están por escapar a los puntos de mi pluma acerca de los conciertos que, bajo la batuta del maestro Daniel Barenboin, ejecutara la Orquesta West-Eastern Divan el ocho y nueve de agosto pasados, en el Teatro Nacional, no podrán sino ser disputados por abotargado ditirambo o festinada apología entre aquellos lectores –melómanos asiduos- a los que una aciaga fortuna impidiera asistir, en la fecha aludida, a las memorables cuanto irrepetibles audiciones musicales en las que (de resultas de la iniciativa feliz de la Fundación Sinfonía y el Ministerio de Cultura) tuvimos la posibilidad de deleitarnos una breve minoría de anhelantes musicómanos  repartidos entre el masivo público que, adivino, habría podido sentirse más a gusto en otro lugar, pero que, para el caso, abarrotó la magnífica sala Carlos Piantini de nuestro no menos majestuoso teatro Eduardo Brito.
             Insisto, no obstante, en que quienes leyendo estos apresurados renglones no dejarán de pensar que se me ha ido la mano en incienso, vítores y alabanzas serán  -tengo copia de razones para suponerlo así- los que no pudieron por una u otra razón escuchar las notabilísimas interpretaciones de la Orquesta West-Eastern Divan que el legendario Daniel Barenboin nos obsequiase. Pues si algo doy por no sujeto a discusión es que los amantes de la buena música que sí pudieron estar presentes las dos fastas noches mencionadas, lejos de reprochar al improvisado y escasamente precavido cálamo mío incurrir en onerosa hipérbole y elogios zalameros en menoscabo de la ecuanimidad que ha de distinguir a la crítica fundamentada y competente, lejos de ello, repito, los que vivieron la experiencia musical sobre la que me he impuesto la tarea de expresar un puñado de prescindibles opiniones, no juzgarán excesivo el enaltecimiento ni desmedidos el entusiasmo y fervor  que caldea el lenguaje al que, contra toda cautela de exegético viso, he encomendado las presentes consideraciones encomiásticas.
            Dicho más paladinamente: no aspiro a ser reputado juzagador ceñudo de académica estirpe en materia de la que tanto ignoro como es la música, sino a que se me consienta externar sin gastar protocolo de erudito una que otra apreciación sobre parejo asunto desde la perspectiva no del “connaisseur”, sino del simple y hedonista diletante, pertinaz degustador del arte de los magnos compositores  e intérpretes que en el mundo han sido, aun a riesgo de que semejante opción discursiva de impresionista y subjetivo calado saque las cosas de quicio o me induzca a cortejar la digresión viciosa  cuando no a deambular de una idea a la otra desentendido por completo de orden equilibrio y verdad…
            …Al cabo y a la postre, ¿por qué habría yo de cohibirme quemar el orobias de mi admiración ante la superioridad y la excelencia? Que se atengan los que así lo deseen a la eterna e incorregible manía de sindicar de inapropiada  la modalidad retórica del panegírico y la exaltación por no congeniar con un gusto hecho antes que al apasionamiento viril a las emasculadas seducciones –helada geometría- del concepto. Yo no soy así. Siento con intensidad; trato de expresar por vívido e inequívoco modo lo que siento; y si lo que siento me impulsa a la glorificación y el encarecimiento, pues bienvenidos sean encarecimiento y glorificación, que nunca le he hecho ascos a enarbolar los pendones de la emotividad cuando es ésta genuina, ni jamás me ha venido a las mientes pesar las loas en balanza de farmacéutico.
            Optando entonces por los prestigios de la urbanidad, que en escrito del género al que estas líneas responden obliga a la condensación, me conformaré con declarar que las ejecuciones de las cinco sinfonías del genio de Bonn (la Cuarta y la Tercera el domingo, la Primera, Octava y Quinta el lunes) que la orquesta invitada nos ofreció bajo la dirección rigurosa, sólida, impecable de un Daniel Barenboin al que la inspiración y el brío que supo trasmitir a los jóvenes  músicos de la West-Eastern Divan, ni por un instante le impidió dominar la arquitectura armónica del conjunto haciendo gala de un supremo sentido del matiz y la graduación, que tales ejecuciones, reitero,  en particular las de la Heroica y la Quinta sinfonía, si no lograron la perfección –que está más allá de lo humano-, de fijo que poco les faltó para alcanzarla.
                Consiguió el maestro Barenboin –cuya talla en el campo de la dirección orquestal se me antoja no menor a la de un von Karajan o un Furtwangler- que nuestros corazones latieran con más violencia que a las Coribantes, haciéndonos acceder en virtud de magistral dosificación sonora de cuerdas, percusión, maderas y metales, por obra, en fin, de la acertada y nunca desfalleciente progresión rítmica y de los reveladores contrastes entre la pujanza insuperable de los “crescendo” y la exquisitez no menos imponderable de los “pianissimo”, haciéndonos acceder, vuelvo y remacho, como raras veces podremos experimentarlo, harto me lo temo, de hoy en más, al universo de volcánica belleza y titánico esplendor del estro sinfónico beethoveniano.

            ¿Queda algo por añadir? Todo y nada.  Todo porque, como el avisado lector fácilmente habrá advertido, he prescindido del aparato analítico relativo a los pormenores técnicos de la interpretación, a los que suele la crítica musical erudita y sapiente avecindarse, que hubiera mi péndola pecado de engreída de condescender a semejante enfoque; y nada, porque las palabras resultarán siempre insuficientes para dar cuenta del prodigio estético, prodigio que para el caso que nos ocupa lleva los nombres de Ludwig van Beethoven y Daniel Barenboin… No lo lamentemos: por lo que toca a la verdad insobornablemente espiritual y cautivadora de la música, las carencias del áptero lenguaje verbal nunca han ido en merma de nuestro entendimiento, provecho y placer.

 LA “YOA-ORQUESTA DE LAS AMÉRICAS” EN EL TEATRO NACIONAL




Demos inicio a estas modestas apuntaciones valorativas admitiendo de rondón que en República Dominicana, lugar en el que la fortuna caprichosa tuvo la veleidad de colocarme (donde la pérdida de las buenas costumbres del espíritu es un fait accompli y la ordinariez, de manos con la frivolidad, un día sí y otro también usurpan el espacio que en buena ley corresponde a más altas y depuradas expresiones de nuestra humana condición), que en un país como éste, decía, haber tenido la oportunidad de escuchar el concierto que en noche reciente ofreciera en el Teatro Nacional el afamado conjunto sinfónico YOA-Orquesta de las Américas, bajo la conducción impar de Carlos Miguel Prieto es –y no se abone este juicio a la cuenta de un gusto desmedido por la alabanza- memorable y raro privilegio.





Dispongo, en efecto, de toda clase de razones para dictaminar que la incomparable soiree musical a que vengo de referirme, sobre la que cálamo currente ensayaré esbozar a seguidas un puñado de perplejas observaciones, será recordada por el público que abarrotaba la sala “Carlos Piantini” en esa excepcional ocasión como un hito que en punto a belleza melódica y virtuosismo de la interpretación servirá de guía o indicador de calidad por lo que toca a evaluar las bondades de los conciertos que a partir de ahora se realicen… Pues eso tiene la excelencia de apetecible y de mortificante: que desde el instante mismo en que se nos descubre y con su figura gloriosa nos familiarizamos, la asumimos –aunque en ello no reparemos de manera consciente- a guisa de rasero con el que aquilatar las virtudes de cualesquiera otras manifestaciones artísticas de similar naturaleza; por modo tal que, hechos a lo mejor, no consentiremos ya bajo ningún concepto que se nos dispense un convite estético de rebajada cuantía y lucimiento sin que actividad semejante gane ipso facto nuestra decepcionada reprobación. Porque es inevitable que el llamado hombre de “buen gusto”, es decir, el que no se conforma con menos que con lo eminente y superior, sufra dolorosos retortijones cuando se le obliga a soportar –gajes de la cortesía de espectador discreto- ejecuciones instrumentales o de otra índole  en las que la impericia, el desabrimiento y la carencia de vitalidad se reparten con la cuchara grande el caldo generoso del espíritu.





 He aquí, sin embargo, que mi pluma, cuyo especial talento para meterse en dificultades es harto conocido, se ve en graves aprietos a la hora de dar cuenta de la esplendente dignidad alcanzada por el conjunto sinfónico y los solistas de la YOA- Orquesta de las Américas cuando atacaron las partituras del Concierto N° 1 en Mi Bemol Mayor de Franz Liszt, las Variaciones sobre un tema de Paganini de Sergei Rachmaninov y, luego del intermedio, la Sinfonía N° 7 en La Mayor de Ludwig van Beethoven. El apurado trance a que aludo, producto de la necesidad de restituir en palabras idóneas el goce que entonces me embargara, no tiene otra razón de ser que mi convicción de que el más brioso y veraz comentario acerca del concierto de marras, el más halagüeño y justiciero lenguaje al que pudiera mi péndola arrimarse, siempre aparecerá como pálido subrogado de la entrañable experiencia musical originaria; temo, otrosí, que por quemar sin tapujos el incienso de mi admiración ante la excelsitud de pareja performance melódica, habrá quien no dispute por crítico ecuánime y objetivo al autor de estos renglones… Tant pis –suelen exclamar los franceses-, que el elogio cuando es merecido, como en el caso que nos ocupa, sería incalificable cicatería medirlo en balanza de farmacéutico; porque, para empezar y para concluir, es difícil exagerar el portentoso desempeño de la orquesta invitada, de los dos galardonados solistas orientales que a ella se sumaban como de su encumbrado director.

            Kotaro Fakuma y Jue Wang, tercer y primer premios respectivamente del Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O’Shea, fueron a no dudarlo los protagonistas de la primera fase del concierto. Ambos, el japonés interpretando a Liszt y el chino a Rachmaninov, sedujeron al público –que esta vez me pareció constituido por personas más familiarizadas con la música clásica que en anteriores circunstancias- conjugando en sus intervenciones los tres fundamentales valores que, hasta donde mi escaso ingenio y exigua doctrina me permiten entender, no deben faltar a un solista de cuenta: técnica impecable de digitación, fidelidad al espíritu de la obra y pujanza expresiva.

La pieza del ilustre húngaro, hermosa ciertamente, aunque acaso más brillante que profunda, -la cual da pábulo a un efectista lucimiento que el pianista nipón supo en todo momento aprovechar-  fue interpretada por el solista y el resto de la orquesta con un calor, limpieza y seguridad que hizo que los oyentes se levantasen de sus butacas para rendir a los músicos, en particular al tecladista el homenaje de una prolongada y estruendosa ovación.

Otra no menos entusiasta e intensa coronó la ejecución de las Variaciones sobre un tema de Paganini de Sergei Rachmaninov, soberbiamente tocadas al piano por Jue Wang. Esta pieza del último período del mencionado maestro ruso, donde el romántico tardío que fue ese eminente virtuoso muestra una vez más su apego a la tradición de la música tonal y su indiferencia frente a las experimentaciones sonoras de las vanguardias de la época, es composición que cualquier persona con un conocimiento algo más que superficial en la materia no dejará de tener por sólida e irreprochable, sin importar cual sea la perspectiva estética desde la que la juzgue, creación magnífica que, en la versión esa noche ofrecida arrebató, como no podía menos de suceder, el corazón del público.

Mas si entre los que asistieron a la función que motiva estos escolios no habrá quien no se halle convencido de que la primera parte del programa, sobre la que vengo de arriesgar algunas apreciaciones, superó con creces las expectativas del melómano menos proclive a la indulgencia, lo que después del intermedio nos regalara  la YOA-Orquesta de las Américas fue, musicalmente hablando, un desempeño sinfónico sin ejemplar en nuestro isleño terruño, en torno al cual, en obsequio a la brevedad, me ceñiré a decir poco más que durante el tiempo que duró la interpretación de la Séptima de Beethoven –plato fuerte del regocijante menú que esa noche se nos servía- estuvimos los oyentes, de puro júbilo, en inminente peligro de levitación.

En efecto, habiendo innumerables veces escuchado –en vivo y en disco- esa deslumbradora sinfonía de la batuta de los más señalados directores, me atrevo a dictaminar que no condesciende a hipérboles hinchadas quien sostenga que la versión que de la misma brindara Carlos Miguel Prieto y su orquesta juvenil en esa memorable ocasión, en vista del prodigioso balance sonoro conseguido, de la feliz exactitud en las transiciones del piano al forte y del forte al piano, de lo ajustado del tempo y del nunca desfalleciente vigor expresivo del conjunto de los instrumentistas, resiste favorablemente hombrearse con las más representativas interpretaciones que de dicha obra quepan ser oídas en las variadas grabaciones de que podemos disponer en la actualidad.

            ¡Basta! Enfundemos la pluma. Sólo queda exclamar: ¡hurra!, ¡bravo!, que lo demás sería fatigar en vano los recursos de la retórica.

FRANK FERNÁNDEZ Y EL CONCIERTO N° 1 DE PETER ILICH TCHAIKOVSKY

                                                    
            Por poco que esté al cabo de la excelencia en materia de música, y por mucho que me exponga al riesgo de ser vituperado bajo el cargo de cultivar hipérboles gratuitas, no dejaré cálamo currente de aventurar el categórico dictamen de que el concierto ‘Nostalgia’, a cuya audición tuve el privilegio de asistir en la sala Eduardo Brito del Teatro Nacional el pasado miércoles seis, constituyó, en virtud de la incomparable ejecución del pianista invitado y del ufano desempeño de la Orquesta Sinfónica Nacional, uno de esos momentos artísticos memorables que –harto bien nuestra añoranza lo presiente- no es verosímil se repita en el futuro.
            Para el melómano contumaz no era de escasa monta poder escuchar al teclado a quien se ha granjeado la reputación de disputar uno de los primeros lugares en el selecto grupo de intérpretes más sobresalientes de nuestro tiempo, el cubano Frank Fernández. Y como si con parejo aliciente no bastara, el programa de la noche de marras incluía, entre otras fascinantes golosinas musicales, el impetuoso Concierto N°1 en Si bemol menor, opus 23 de Peter Ilich Tchaikovsky (acaso el más popular y tocado del mundo) y varias de las encantadoras piezas breves de inspirada concepción y exquisita factura del que es tenido, no sin fundamento, por figura clave de la música en la fraterna Antilla de Cuba, el maestro Ernesto Lecuona.
            Aun cuando nada hubo en el programa de la referida audición que no deleitase o no fuese ejecutado con lucidez, pericia y corazón, ahorraré al lector los prescindibles comentarios de mi pluma acerca de la obra con la que el concierto se iniciara, la Rapsodia Sueca N° 1, ‘Vigilia del Solsticio de Verano’, del autor de aquellas nórdicas latitudes Hugo Alfven... pieza jovial cuyo convencionalismo tonal, ritmo de danza y melódica andadura no podían menos que halagar el oído, amén de proclamar a los cuatro vientos cuán ajeno se mantuvo su creador a las innovadoras corrientes que a partir de Debussy, Stravinsky y Schönberg trastocaron el universo de la música culta durante el siglo XX.
            Tampoco estoy en vena de ponderar el airoso Danzón N° 2 del músico  contemporáneo Arturo Márquez, colorido fruto de su ingenio azteca que, conservando la frescura propia de un género bailable y su intenso sabor a Caribe africano, se levanta sin embargo, por obra y gracia de un espléndido manejo cromático y de una sabia y feliz orquestación, a la dignidad de lo clásico, esto es, de lo que nace con inequívoca vocación de perdurar... Dificulto que entre el público presente (que, por cierto, para pasmo y sonrojo del aficionado a las artes sonoras estaba lejos de llenar la sala) apareciese un oyente de tan obliterada sensibilidad como para no sucumbir al hechizo de ese Danzón que la orquesta interpretara con notable desenvoltura, perspicuidad y gracia.
            Omitiré referirme también en los renglones que siguen –decisión acaso imperdonable en escolio que aspira a ser tomado en serio- a las celebérrimas obras de Lecuona que, en la segunda parte del programa, para solaz y estupefacción de cuantos allí nos dimos cita, desgranaron la orquesta y el solista, obteniendo, luego de ser superlativamente ejecutadas, tan entusiasta respuesta de la audiencia que por mor de los aplausos se vieron obligados los músicos a interpretar dos melodías más del ilustre compositor cubano –que en fama y hermosura no iban a la zaga de las anteriores-: la Malagueña y la Comparsa.  
            A tenor de lo acotado en las observaciones que anteceden, rodarán estas cogitaciones mías única y exclusivamente sobre el que entiendo fue –siempre que no me pague de falsas apariencias- el plato suculento de la noche, a saber, el Concierto N° 1 para piano y orquesta de Tchaikovsky.
            Con Tchaikovsky enfrentamos una inquietante y nunca resuelta paradoja: Por más que el refinado musicólogo, el entendido, el académico erudito se complazcan en negar el pan y la sal al talento creador del maestro ruso, las composiciones que a su industria debemos, lejos de provocar repudio o indiferencia, dieran la impresión de afianzarse cada día más profundamente en el gusto del común aficionado a la música clásica. Y viene a cuento confesar en este preciso punto que no soy la excepción... Amo a Tchaikovsky, me conmueve, me exalta. No me avergüenza reconocer que su sentimentalismo casi impudoroso cala hondo en mí... ¿Cuál es la causa? Ensayemos dilucidar por despacio la cuestión:
            El lastimero analfabetismo musical que padezco nunca ha impedido que me percate de la parte de verdad que encierran las censuras que innumerables especialistas prodigan acerca del numen efervescente y según ellos ‘pompier’ del autor de El Lago de los Cisnes’... Sí, es cierto que Tchaikovsky es un “conservador sentimental”; es indiscutible que a veces hace gala de “una imperfección casi indecente”; no es desacertado afirmar que muchas de sus creaciones exhiben “unos clisés que arrastraban desde hacía ochenta años todos los románticos de segunda categoría”; acaso no yerren del todo quienes le achacan que “siendo el primer ruso que se expresa según la retórica musical del romanticismo alemán (...) No sabe ahondar en los recursos de esa retórica, distingue mal sus elementos, su bitonalismo es demasiado abstracto para él.” Y aunque peca de excesiva severidad el juicio que a continuación transcribo (estampado, al igual que las citas anteriores, por el musicólogo e historiador Lucien Rebatet), tal vez podamos convenir en que para ciertas sensibilidades pudibundas la “neurosis lacrimógena” de Tchaikovsky “no relata más que la nostalgia de una felicidad para modistillas o las lánguidas simplezas comunes a los invertidos en declive.”
            Empero, aun admitiendo que las aludidas insuficiencias y flaquezas del compositor ruso no siempre son emponzoñada invención de la malevolencia crítica, la música de Tchaikovsky, con tremenda eficacia, sigue embelesando y estremeciendo a quienes se acercan a ella con la simple intención de oírla, no de juzgarla.
            En lo que toca a la dilucidación del asunto que estamos debatiendo, como anillo al dedo me viene en buena hora a las mientes cierta opinión expresada por Jorge Luis Borges en uno de sus fulgurantes ensayos. Sostenía el egregio argentino, sometiendo a consideración el modo de escribir nada más y nada menos que del Príncipe de las letras castellanas, que “Juzgado por los preceptos de la retórica, no hay estilo más deficiente que el de Cervantes. Abunda en repeticiones, en languideces, en hiatos, en errores de construcción, en ociosos o perjudiciales epítetos, en cambios de propósito. A todos ellos los anula o los atempera cierto encanto esencial.”
            Pues bien, algo muy parecido se me antoja sucede con Tchaikovsky. Por más que sean ostensibles los nada escasos vicios constructivos de sus partituras, estos acaban siendo opacados en virtud del “encanto esencial” de una música que, apenas surgen de los instrumentos las primeras notas, se apodera de nosotros, nos transporta y no nos suelta hasta el último compás.
            A lo que cabe adunar que comparto plenamente el criterio de J. J. Soleil y G. Lelong cuando señalan que el Concierto para piano y orquesta N° 1 “no está desprovisto de originalidad formal ni de audacias de escritura.” A pesar de que de entrada podríamos creer que estamos ante una obra tradicional, no tardamos en comprobar que ninguno de los tres movimientos con que cuenta el concierto se ajusta a las convenciones del género. Precede al ‘allegro’ del primer movimiento una introducción que, musicalmente hablando, se lleva la parte del león, al extremo de constituir la melodía que identifica a la obra y que ha sido popularizada en incontables versiones y registros durante los últimos años. Como con acuidad lo percibe Jonathan Kramer cuando razona en torno a ese fragmento introductorio, “la música es tan hermosa y atrapante que a duras penas parece funcionar como introducción. No conduce al cuerpo principal del movimiento, porque es completa en sí misma. Por comparación, el material principal (introducido en el piano en grupos rápidos de dos notas) parece pálido.” Si a lo anotado agregamos que un ‘prestissimo’ irrumpe inesperadamente en medio del ‘andante’, y que en el movimiento postrero el acostumbrado ‘rondó’ se ve sustituido por una frenética danza cuyo tiempo indeciso oscila entre ¾ y 6/8, amen de que el primer movimiento tiene una duración mayor que la de los dos siguientes sumados, no habrá dificultades en convenir que el concierto que nos ocupa está lejos de obedecer al pie de la letra, con tediosa fidelidad y ausencia de fantasía, los modelos consagrados.
            Quienes, según unos argumentos que escapan a nuestra percepción, se obstinan en columbrar lunares y arrugas en la fastuosa obra que hemos puesto bajo la lente, que lo hagan; sin que se entibie mi celo, continuaré yo, en compañía del grueso de los melómanos, asistiendo a su interpretación cuantas veces figure en los programas.
            Y a punto ya de dar cumplido y necesario remate a esta divagación, no estimo fuera de lugar dejar constancia de que nunca antes había presenciado una ejecución al teclado del Concierto N° 1 de Tchaikovsky tan vigorosa, original y gratificante como la que nos ofreciera el virtuoso cubano Frank Fernández la noche del miércoles seis. Al respecto me comentaba desde su butaca de palco, a dos pasos de la mía, la buena y admirada amiga Catana Pérez de Cuello (autorizada opinión de músico que sería desperdicio echar en saco roto) que ese solista poseía el don maravilloso de revelarnos un Tchaikovsky distinto, inédito, porque sabía poner de relieve ciertos pormenores expresivos del texto sobre los que otros intérpretes menos acuciosos solían pasar de largo... ¡Cuánta razón tenía! Que su atinado dictamen sirva –mejor candado por mucho que lo busque no lo hallaré- para cerrar este laborioso conato de crítica musical.







TEMPO CAMARA 10, EL QUINTETO “VIENTO DE LOCURA” Y ALGO MÁS




            Con broche de oro –nunca mejor empleada la expresión- cerró el pasado 28 de octubre la que hago cuenta fue una sui géneris temporada musical, no por breve menos admirable. Holgaré que el avisado lector piense lo que más le cuadre en relación al calificativo “sui géneris” que mi pluma, no demasiado puntillosa en materia semántica, acaba de enristrar a la referida saison de conciertos; aunque concédaseme que al desempolvar parejo vocablo sólo he tenido en mente poner de resalto lo desacostumbrado, lo felizmente “exótico” de la serie de presentaciones instrumentales con la que tuvimos ocasión de regocijarnos en tres sucesivas veladas que fueron llevadas a efecto en la ahora con gran provecho utilizada  Sala de la Cultura del Teatro Nacional Eduardo Brito; que si bien cada cual es libre de asumir aquello que diga más relación con su genio o su gusto, tengo copia de razones para sospechar que entre los que asistieron tozuda y puntualmente a los conciertos a que acabo de aludir, ninguno habrá que ponga en entredicho que Tempo Cámara 10 obsequió al melómano dominicano una temporada musical sin ejemplar en nuestro solar vernáculo por lo inusitada y exquisita. Loable emprendimiento, pues si de algo estoy inteligenciado es que acometer  la tarea de desarrollar en un país como el nuestro, tan escasamente sensibilizado para las bondades de la llamada música clásica, un conjunto de presentaciones del menos popular y de fijo más exigente de los géneros melódicos, el de cámara, es iniciativa que debió haber tropezado, a no dudarlo, con tremendos obstáculos, empresa temeraria que no pocas personas –sin que en su número falten aficionados al mencionado arte- se apresurarán a conceptuar de franca chaladura.




            He aquí, sin embargo, que la venturosa folía de quienes tuvieron a su cargo la organización de Tempo Cámara 10 cosechó, contra todo pronóstico, el más rotundo éxito, lo cual, si no me pago de apariencias, da un mentís categórico a cuantos propalan la especie –nutrida legión- de que el género “camerístico”  -discúlpeseme si ando incurso en neologismo- no tiene futuro en sociedades atrasadas, verbigracia la dominicana donde el grueso de la población –gajes de la ignorancia- se encastilla en idolátrica y excluyente admiración a los íconos de una farándula frívola cuando no chocarrera y cerril. Y si para apurar aún más los argumentos insistieran quienes descreen de la posibilidad de que la música de cámara pueda echar raíces en el tropical terruño al que los astros nos confinaran, si dichos objetores se obstinaran, recalco, en plantear el hecho de que haber logrado colmar de público una sala pequeña en tres ocasiones no es, por lo que respecta a las predilecciones musicales del común de la gente ninguna llamativa proeza, comparado con lo que ocurre con cualquier estrella pop, cuyo poder de convocatoria es tal que arrastra a los estadios a miles de fieles seguidores, si asistida de parejas razones la pesimista cofradía de los escépticos diera en minimizar el suceso innegable de Tempo Cámara 10, yo simplemente reargüiría que hay que estar por completo desentendido de la realidad para no reparar en que es inaceptable y poco serio establecer, mezclando berzas con capachos, un parangón entre las manifestaciones musicales que el gran público adicto a la basura de los mass-media favorece y las comparecencias, por definición minoritarias, de los conjuntos de cámara, que, hasta donde tengo noticia, sin exceptuar los países que se envanecen de contar con las elites más sofisticadas, el desempeño de estas últimas orquestas jamás ha atraído a las vociferantes multitudes.





            Empero, si bien es difícil exagerar el valor del esfuerzo llevado a cabo por Tempo Cámara 10, en virtud del cual ha quedado comprobado que en esta isla de nuestros amores, culturalmente menesterosa, hay sin embargo una muy respetable audiencia de melómanos dispuestos a respaldar las altas expresiones musicales de salón, lo cierto es que ni por semejas una temporada excelente como la que viene de finalizar asegura que la música de cámara se entronice en nuestro suelo a título de tradición beneficiada con el aval económico oficial y privado…, de donde la pregunta que hace al caso formular es la siguiente: ¿tendrá continuidad la oportuna iniciativa a la que consagro estos escolios, cosa a la que todos aspiramos, o será una vez más tan afortunada experiencia –circunstancia a la que nos tiene acostumbrados la asendereada vida cultural criolla- un pasajero e infecundo chubasco sobre la calcinada arena del desierto?



            Porque lo fundamental aquí es la persistencia. Mal que bien nuestra Sinfónica funciona y ha podido sortear graves períodos de vicisitud gracias al patrocinio gubernamental. ¿Ocurrirá lo mismo –esperanza que acariciamos- con las agrupaciones de cámara y los recitales? ¿Recibirán éstos apoyo pecuniario de mecenas e instituciones oficiales? Pues de nos ser así veo muy comprometida la pervivencia en nuestro lar isleño de semejante género musical, cuando el músico profesional debe abandonar el atril de los ensayos, prácticas y estudios con el objetivo de “rebuscárselas” pellizcando trabajitos casuales, tocando en fiestas, bautizos, cumpleaños y bodas, cuestión de llevar el pan a al mesa, porque apenas rinde su salario de maestro o instrumentista para sostener una subsistencia de restricciones y penuria.

            Luego de tan extensa y quizás ociosa digresión retomaré, sin perjuicio de volver sobre lo dicho, el asunto que sacudió la abulia de mi pluma bigarda: el postrer concierto de Tempo Cámara 10, a cargo del recién creado Quinteto “Viento de Locura”. A ese propósito comenzaré señalando lo que no tiene vuelta de hoja, que el aludido Quinteto de maderas y un metal (flauta, clarinete, oboe, fagot y trombón) trajo a mi mente la mítica Cratera de Helena que, de acuerdo a la fábula, hacía olvidar el dolor y las preocupaciones, y también el legendario Cuerno de Amaltea, el cual, si damos fe al relato de los antiguos griegos, se llenaba de frutas con sólo desearlo; en esos dos fantásticos objetos pensé porque la fascinante performance de la mencionada agrupación (de un profesionalismo impecable y un juguetón donaire y vivaracho temple) era en verdad contagiosa e hizo que por el tiempo que duró la interpretación los allí reunidos dejásemos colgado en el providencial perchero del “no me importa lo que no sea música” el atuendo de desazón y malestar que la impiadosa realidad cotidiana nos echa encima a guisa de pesado lastre con sus rutinarias e impersonales manos.

            Convenir en que las piezas que esa noche escuchamos nos satisficieron, nos sería incurrir en falsedad, pero sí importaría calificar por modo disminuido y blando  la impresión de regalado contentamiento que las ejecuciones de “Viento de Locura” nos procurasen.

            Haciendo gracia a mis escogidos lectores de pormenores anecdóticos, me circunscribiré a declarar a manera de desenlace en estos apresurados apuntes que si algo tengo por cosa averiguada es que el concierto de marras no tuvo desperdicio; no lo tuvo en su primera fase de corte tradicional o clásico, que incluía obras de J. S. Bach, F. Danzi y J. Haydn, que fueron abordadas con expresiva y lúdica pasión; ni tampoco en su segunda etapa, donde las composiciones “Three Moods” de A. Rubtsov y “Vent de folie” de D. Favre pusieron una contrastante y colorida coda de muy efectista acuñación moderna a aquella memorable velada.

            Con buen pie –convengamos en ello- concluyó la temporada de música de cámara de Tempo Cámara 10. Procede ahora que todos los que amamos ese conspicuo género musical pongamos lo que esté de nuestra parte para que el año venidero se repita el milagro y podamos regodearnos con una Tempo Cámara 11 de iguales o aún más levantados atributos.





 

                                                                     TERRITORIO DE ESPEJOS

                                                                             

 

                Es resorte de vaya usted a saber qué porfiado mecanismo inconsciente la marcada predisposición del autor de estas líneas a no abordar por modo frontal y directo el asunto –cualquiera que este sea- sobre el que se propone reflexionar, sino que una y otra vez acude el caprichoso cálamo a la desaconsejable práctica de derrochar papel y tinta en preámbulos de inmoderada extensión en los que, para colmo de males, suelen asomar ideas a menudo escasamente relacionadas con los aspectos relevantes de la cuestión que, con objeto de ser sometida a escrutinio, ha sido llevada a la disputada tribuna de la cuartilla.

                Si a la carencia de comedimiento discursivo consignada en el párrafo que antecede agregamos la infausta particularidad que consiste, en tanto que rasgo estilístico distintivo de mi escritura, en enunciar los pensamientos e impresiones ocurriendo a cláusulas interminables, en exceso compactas y recargadas, donde proliferan las oraciones subordinadas de variopinta traza, pululan las digresiones –acaso extemporáneas- y se multiplican los incisos y las interpolaciones con enojosa asiduidad; si, en resolución, la peculiaridad expositiva a que vengo de referirme, al añadirse a la antes anotada propensión a alongar en detrimento de la proporcionalidad y equilibrio textual los conceptos introductorios del tema a desarrollar, conlleva por lo que hace a la inteligencia y correcta interpretación de lo que expongo, un conjunto formidable de obstáculos contra los que se rompe la crisma el más optimista y animoso de los lectores que la curiosidad hubiere arrimado a las razones resbaladas de los puntos de mi pluma, si así pintan las cosas, reitero, no creo pueda nadie extrañarse de que, consciente de semejante realidad, en la presente ocasión me imponga la exigencia de entrar en materia sin mayor dilación, que, para poner las cosas en punto de verdad, bastante aplazamiento se ha producido ya a consecuencia de las observaciones que acabo de trasvasar a esta resignada hoja de papel… dejémonos, pues, de paliques y al caso:

                TERRITORIO DE ESPEJOS es el título evocador que el esclarecido hombre de letras José Rafael Lantigua pusiera a su más reciente vástago bibliográfico; y si de algo podemos estar ciertos es que con dicha obra, que no dejará defraudados a quienes sus hospitalarias páginas visiten, el autor ha logrado irrumpir por la puerta grande –la de marfil, no la de cuerno- en el codiciado recinto de la vera poesía. En efecto, hemos de tener por cosa averiguada que las felices composiciones reunidas en el poemario al que estas insuficientes glosas intentan hacer justicia dan fe –en ello va nuestro crédito- de un lirismo hondo, transparente, genuino, que solo un temperamento refractario a los seductores llamados de la belleza se arriesgaría a poner en entredicho. Pienso que voy asistido de razón al sostener que si bien las páginas a cuyo comentario me he aventurado, como suele ocurrir en la esfera de las predilecciones literarias, dará pábulo a que quienes las lean se sientan más atraídos por determinados poemas, en tanto que otros quizá no despertarán similar entusiasmo, si bien es verdad –subrayo, recalco e insisto- que, secuela del  estado anímico y del gusto personal de cada un individuo que a la mentada poesía se avecine, será siempre posible y aun inevitable debatir acerca de las indiscutibles bondades que encarecen los versos a los que, entre todos cuantos prestigian al  aludido poemario, hemos concedido nuestro favor, no es menos indubitable que argüiría muy poca sensibilidad no percibir que en ningún momento y en ninguno de los cantos que TERRITORIO DE ESPEJOS atesora el inspirado aedo nos da cobre por oro. Porque lo que no tiene vuelta de hoja -¿quién osará desmentirme?- es que a las ya reconocidas credenciales que exornan la destacada trayectoria literaria de Lantigua, es ahora imperativo, siempre que curemos de no incurrir en sospecha de envidia o mezquindad, sumarle la de poeta.

                Por lo demás, para apurar aún más los argumentos, he de confesar que la recién conquistada dignidad de poeta que en buena ley corresponde al autor del volumen que estamos escoliando, y que nadie en posesión de un mínimo de sensatez le escatimaría, no deja de sorprenderme. ¿Por qué? Por estos dos motivos: Primero, porque lo inesperado –es natural que sea así- despierta asombro. Y que de repente un escritor al que durante copiosos lustros encasilláramos en los géneros del periodismo cultural, el ensayismo y la crítica dé “al arduo honor de la tipografía” un libro de versos de incuestionable  calidad, es hecho que, al no  condecir con la imagen que del autor habíamos concebido -probablemente de manera asaz acomodaticia-, nada tiene de insólito  que provoque, amén de admiración, turbación y extrañeza… Y en segundo lugar, nos remece otrosí el desconcierto porque la efusión lírica estamos acostumbrados a asociarla con la mocedad (lo habitual en una pluma bisoña es cortejar la poesía, no la novela, el ensayo o el drama), y, por descontado, lejos está de ser este el caso de Lantigua, cuya vis poética, en plena sazón, aflora como fruto inopinado de acrisolada madurez.

                Me avengo a considerar… o mejor, tengo por axiomático que en punto a estéticos primores la singularidad del lenguaje poético cabe ser atribuida a la conjunción providencial de las siguientes tres características: para empezar, una suerte de dramatización de las ideas, que en la estrofa se comportan no solo como abstractos conceptos referenciales sino que, por decirlo así, adquieren solidez, corporeidad y vida asumiendo casi la condición de personajes de una vistosa y colorida escenificación teatral; luego, el predominio del “elan” metafórico, la constante e invasora presencia de la imagen, ya sea en el plano meramente descriptivo, pintoresco, o en el estrato profundo de lo simbólico; y para dar remate al asunto harto complejo que hemos tenido el antojo de traer al palenque de la cuartilla, la musicalidad, ese fluir de la palabra sujeto a los comedimientos de la armonía, a los dulces requerimientos de la cadencia y de la euritmia que hacen que el discurso ordinario se eleve hacia el azul del firmamento convertido en canto y deje de estar convicto de coloquial futilidad o, quién sabe si peor, apegado con estéril y monótona contumacia a las construcciones frías de la razón teórica.

                Maguer los planteos que acabo de compendiar en los renglones precedentes puede que tengan más verdad que evidencia, no será empresa desesperada comprobar que las tres notas distintivas del lenguaje poético ut supra mencionadas refulgen, al extremo de encandilarnos, en los poemas de TERRITORIO DE ESPEJOS; y no es otra la razón de que, hasta donde lo permite la medianía de mi ingenio, entienda que el autor de tan afortunada colección de versos es portalira de la plana mayor, de los que gracias al aliento y vigor de sus composiciones, apreciable a ojo grueso, nos rescatan de la trivialidad, el tedio y la inurbanidad de lo prosaico. Estimo que servirá en mucha parte al objetivo de verificar que no prodigo loas carentes de fundamento, concluir esta infractora reseña crítica reproduciendo un breve fragmento del poema intitulado “La adúltera belleza del desamparo”: “Salí a buscar el símbolo| y perdí la certeza informe del espejo| la diadema que cubre la testa recrecida| la perla del pasado que regresa| y entonces supe que la criatura no precisa de símbolos| que ella se cobija bajo las arcadas de la impureza| que ella se enfrenta al ojo del olvido| que ella se diluye en la fragua del cuerpo.”

                Convengamos que los citados versos dan fe de una voz poética pura, lirismo acariciante, canto provocador, en suma, bella y levantada poesía de la que sería ingratitud y agravio prescindir.
                                                           

OSN y Alberto Cortez apuntes a vuela pluma

 

Sujetas a los implacables rigores de la concisión periodística, las atropelladas valoraciones –a buen seguro incompletas y acaso descaminadas- con que a punto largo en los renglones que siguen acaricio la esperanza de espabilar al lector, versarán, no como recomienda la sensatez en materia de crítica, sobre un particular y único desempeño artístico, sino, -gajes de la impulsividad de mi cálamo imprudente- sobre tres diferentes presentaciones escénicas a las que no sin provecho asistí movido por la necesidad de escapar en la grupa del arte a la vulgaridad que por todas partes nos asedia.

Daré inicio a estas apuntaciones a vuela pluma ponderando –me temo que a la barata y por modo insuficiente- la admirable ejecución de la Orquesta Sinfónica Nacional del pasado 18 de noviembre en la sala Máximo Avilés Blonda del Palacio de Bellas Artes. Mihnea Ignat, director invitado de origen rumano, actual Titular de la Orquesta Filarmónica de la Universidad de Alicante, estuvo al frente de nuestro conjunto instrumental en una venturosa programación que incluía la Obertura “Coriolano” de L. Van Beethoven, el Concierto para violín y orquesta en Mi menor de F. Mendelssohn-Bertholdy y , luego del intermedio, la Sinfonía N° 9 en Mi menor (Del Nuevo Mundo) de A. Dvorak. Se trataba, pues, para el melómano dominicano de una oferta de manjares sonoros a los que bajo ningún concepto podía darse el lujo de renunciar. Cuanto más que la interpretación de las tres justamente celebradas composiciones que vengo de mencionar, amén de la pulcritud, corrección y seguridad con que en el plano técnico fueran ejecutadas, fascinaron al público allí reunido en virtud de la contagiosa fuerza expresiva, de la prodigiosa elocuencia de talante emocional que supo imprimir a cada una de las piezas la infalible batuta de un director sorprendentemente joven y brillante. La genialidad no se expende en botica ni se improvisa la perfección. Minhea Ignat demostró hasta la saciedad lo que en punto a dignidad armónica y melódica excelsitud es capaz de conjurar eso que llamamos “maestría”, palabra que no designa otra cosa sino la inspiración –don de los dioses- cuando va acompañada de conocimiento, entusiasmo y lucidez.

 De su lado, el violinista veinteañero Rubén Mendoza, de nacionalidad española, a quien en calidad otrosí de músico invitado correspondió desempeñar el papel solista del celebérrimo concierto en Mi menor de F. Mendelssohn, regocijó a la audiencia con una interpretación impecable en la que su pericia con las cuerdas y el arco, lejos de cortejar los vacuos acicalamientos de un virtuosismo exhibicionista, se derramó en gloriosa cascada de lirismo, pasión, equilibrio y gracia. No es Rubén Mendoza, a pesar de hallarse aún en el capullo de los veinte años, un novato talentoso más; de él se me hace que oiremos hablar en años venideros, pues su memorable ejecución de Bellas Artes sólo puede dar pábulo a los más auspiciosos vaticinios…

 Y la noche –afortunada noche- concluyó con Dvorak. ¡Vaya interpretación la que la Sinfónica Nacional, modesta en número pero agigantada en excelencia, nos obsequió bajo la guía clarividente del maestro Minhea Ignat!, a no dudarlo uno de los más convincentes directores con que en los últimos lustros hemos tenido el privilegio de contar. La Sinfonía Del Nuevo Mundo dificulto hubiera sonado mejor con las reputadas orquestas de Berlín, París o Nueva York que como tuvimos la felicidad de escucharla ese inolvidable 18 de noviembre en nuestra musicalmente poco renombrada Santo Domingo de Guzmán.

 Abordemos ahora el arte histriónico ensayando un comentario a humo de pajas –el espacio de que dispongo no da para más- de la obra dramática que, si no me engaño, todavía está en cartelera en la sala Ravelo del Teatro Nacional, intitulada “Palabras encadenadas”, pieza con la que su autor, el escritor, guionista y traductor catalán Jordi Galcerán Ferrer ganó en 1995 el XX Premio Born de Teatre, y en 1996 el Premio de la crítica Serra d’Or a la mejor obra en lengua catalana.

 El montaje criollo de esta suerte de thriller psicológico que nos presenta una situación extrema en la que un asesino serial abusa de su víctima (no resulta ser otra que su ex-cónyuge), cuenta, bajo la dirección de Enrique Chao, con la actuación de José Roberto Díaz y Robmariel Olea, el primero en el papel de Ramón, el alienado verdugo, la segunda en el de Laura, la martirizada ex-consorte.

 “Palabras encadenadas” es texto cuyo contenido  patológico –nunca lo morboso ha estado tan de moda como hoy día- ha dado pie a un argumento bien elaborado desde el punto de vista estructural en donde el suspenso, la tensión, el humor negro y la sorpresa se dosifican con mano diestra para abrir paso a una serie de conflictos y circunstancias que espoleando la curiosidad entretienen al espectador y hacen que el interés no decaiga ni por un instante. Ahora bien, parejo género teatral naturalista a ultranza, cuyo lúdico propósito es hacernos creer que la ficción propuesta no deriva de la fantasía estéticamente acicalada, sino que se presenta como un trozo de cruda y monda realidad, ha de responder para que nos traguemos el anzuelo de suponer cierto y fidedigno lo que no es más que construcción imaginaria, ha de responder, reitero, a las exigencias de la verosimilitud. Y es aquí donde la puerca tuerce el rabo, pues me avengo a considerar que el talón de Aquiles de dicho montaje, por lo demás decoroso, honrado, realizado con seriedad y entrega, es ése: cojear en el plano de las interpretaciones. En efecto, sólo a medias José Roberto Díaz alcanzó a persuadirme del carácter desquiciado y criminal de su personaje, falla esta que en el caso de Robmariel Olea se hizo sentir con mayor agudeza todavía ya que casi en ningún momento percibí autenticidad en sus acciones, gestos y lenguaje. Ambos comediantes, sin embargo, no andan faltos de dotes histriónicas, presencia escénica y soltura. Entiendo que se les pudo sacar mucho más de lo que nos dieron. Faltó que el director les hiciera ahondar en las emociones de modo a que se lo jugaran todo en la ruleta del corazón. Empero, hemos de tener por cosa averiguada que las debilidades a que me he referido, si bien graves, no impiden que “Palabras encadenadas” se haga acreedora al mérito capital de no aburrir, de manera que si lo que se busca es solaz y esparcimiento, no tiene el aficionado a las tablas por qué hacer un mohín de desprecio y darle las espaldas.

 Remataré estas apresuradas apuntaciones críticas alzando a los cuernos de la luna a un emblemático trovador argentino a cuyo concierto tuve la dicha de asistir el sábado 28 del recién transcurrido mes de noviembre. Va de suyo que estoy hablando del grande, del magnífico Alberto Cortez, figura paradigmática de la canción popular de viso lírico cuya engañosa sencillez oculta entrañables sabores a lágrima y sonrisa, transparencia de sueño y atávicas nostalgias de urdimbre metafísica. Maestro del tablado, su persona tierna, cálida, afectuosa, que irradia simpatía, apenas asoma sobre el escenario se hace con el favor unánime del público. Y cuando empieza a cantar con voz madura, redonda, firme y educada crece de punto el entusiasmo de la audiencia… Alberto Cortez, sí, acusa en su apariencia física el agravio de la edad porque los años no pasan en vano. Mas sus melodías, su poesía, su arte supremo de intérprete de la canción de fibra existencial no han sufrido merma o deterioro. Y cuando un día -que deseamos lejano- el cantor se nos vaya, seguiremos escuchando por siempre en embeleso sus composiciones sin ejemplar, que lucirán con el transcurrir del tiempo más frescas, juveniles y actuales que el día en que fueron alumbradas, porque la materia de humana verdad que las sustenta comparte la misma inmarcesible condición del ideal, que tejido con el hilo luminoso del bien y la belleza, no corre nunca el riesgo de fenecer.



















              




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