Ensayos











                                                                      POR QUÉ ESCRIBO ASÍ
                                                                             Por León David
 
                Téngase por cosa averiguada que el incorregible autor de estas poco convencionales divagaciones, no bien toma la pluma para estampar sobre el papel las ideas caprichosas que en tropel afloran a su mente, acude con exasperante asiduidad a una prosa tan elaborada, tan meticulosamente articulada, tan alejada de los modos lingüísticos comunes o, es otra forma de decirlo, incurre con machacona reiteración y sin que venga a cuento en retórica de tan atildado y poco natural empaque, que el grueso de las personas familiarizadas no más que con la lectura sin complicaciones propia de los textos informativos y de opinión de la prensa diaria se las ven y se las desean cuando –vaya usted a saber por qué- una peregrina cuanto desusada curiosidad los induce a deslizar la mirada sobre los renglones de estos mortificantes excursos con el propósito, ciertamente inobjetable, de enterarse de las opiniones que bajo el enfático aluvión de retumbante facundia que los distingue acaso logren anidar.
                Copia de razones tengo para sostener que quienes tachan mi escritura de culterana y relamida no me están levantando cargos infundados, ni se equivocan quienes reputan por preciosista y rebuscada mi expresión. Si algo he sabido siempre es que cierta perniciosa inclinación hacia la singularidad discursiva, cierta irresistible tendencia a hacer de menos cuanto de trajinado y encontradizo acusan las palabras con las que hoy por hoy la mayoría de las péndolas suelen vestir sus pensamientos, sáldase en lo que toca a mi quehacer intelectual con enunciados que están en las antípodas de esa escritura fácil, instrumental y meramente declarativa –anodina a veces, de ordinario aburrida y con frecuencia desaliñada- que diera la impresión de constituir el paradigma expresivo de los tiempos que corren.
                Es notorio, y por ende no sujeto a controversia, que mi manera de exponer las ideas, esmerada en exceso y ajena a toda escabrosidad, no condice con el sentir de la gente de a pie, a quienes perturban los giros desacostumbrados, incomodan los períodos amplios y redondos e indisponen y contrarían los vocablos que no pertenecen al exiguo léxico de la comunicación coloquial en el que es comprobable a ojo grueso que apetecen morar. Y doy otrosí en la cuenta de que, por las razones que vengo de mencionar, por negarme a emplear un lenguaje infectado de objetividad, por decantar de desorden e impureza mi expresión y acogerme al acendrado culto latino de la forma, estas cavilaciones extemporáneas no correrán a Dios gracia el riesgo de volverse populares… No es que contra toda evidencia y razonable aspiración, el que estas líneas garabatea pretenda convencer a nadie de que le repugna la posibilidad de que sus escritos seduzcan a las caudalosas muchedumbres; de que, como poniendo las cosas en punto de verdad ocurre con el género discursivo que esta cuartilla exhibe, se congratule de que los comentarios que da a la luz pública apenas satisfagan a un ínfimo cenáculo de lectores.  Admitamos de rondón que ningún autor, ya sea de corto vuelo o de aventajada escritura, ha dejado en alguna  ocasión de acariciar la idea de hacerse popular.  ¿Qué podría tener de dañino o desventajoso ganar el aplauso multitudinario de los lectores? Planteada la cuestión en términos de aséptica teoría, habría que responder que ser celebrado por el común de la gente que aún no ha perdido la costumbre al parecer en decadencia de la lectura, lejos de tenerse como un baldón debe asumirse en tanto que motivo de satisfacción y regocijo.
                      He aquí, empero, que el grueso de la población en la que sería menester influir para adquirir popularidad, esto es, el vulgo, hasta donde estoy enterado, en todo lugar y época se ha comportado con desoladora vulgaridad. Por consiguiente, halagarlo, gratificarlo, conquistar su adhesión implicaría –va de suyo- condescender con la bajeza, contemporizar con la ordinariez y transigir con la ramplonería. No es otra la explicación de que, por lo que atañe a la popularidad, aun añorándola, muestre mi pluma radical desvío y desconfianza. No conozco escritores de la plana mayor que hayan hecho aprecio de lo que el vulgo ansía, al extremo de consentir actuar en menoscabo de la nobleza de la propia expresión y de la gallardía del propio pensamiento… Detesto los lugares comunes; siempre he aborrecido las maneras toscas y la falta de urbanidad; nada tengo por más antipática y desdeñable que la grosería; abomino de la chabacanería, la insustancialidad y la plebeyez. En resolución, en tanto que escritor, pongo mi conato en distanciarme de la inmundicia y la podredumbre y encaminar mis pasos hacia pagos de más saludable y transparente índole. Que semejante conducta me granjee la mala fama de “exquisito”, lo soportaré haciendo acopio de paciencia y tolerancia.  Que mi indeclinable apego a la galanura y la elegancia en el decir, a lo que no sería erróneo calificar de tono de alto coturno, sea condenado a guisa de excentricidad de un espíritu engreído y narcisista, habré de sobrellevarlo también con filosófica resignación.  Al fin y al cabo sería ingenuidad de a libra esperar que los perros no ladren, que no cacareen las gallinas ni los cerdos gruñan. ¿A quién se le oculta que al mal gusto y la ignorancia aburre, cuando no desespera, lo que no ofrece imagen chocarrera, incivilizada o procaz? El enfoque a ras de tierra del lector ordinario es refractario a todo lenguaje que por mor al señorío  y la pureza rehúse arrastrarse en la cloaca; y, ni que aclararlo hace falta, quien explaya estas insurgentes lucubraciones lejos está de sentirse a sus anchas en medio de las fétidas emanaciones de la sentina.
                En gracia a la brevedad daré cima a las reflexiones hasta ahora acuñadas sobre esta sufrida y siempre condescendiente hoja de papel, poniendo sobre aviso a cuantos hasta aquí han tenido la perseverancia de seguirme, de que si bien es cierto que al escribir nunca cejo en el empeño de levantar airosa la palabra como se iza sobre el asta la flamante bandera, no lo es menos que de pareja preocupación en torno a la manera de externar lo que pienso, sería desatinado concluir que a expensas de lo substancial, de las ideas, tan solo me afano en rendir parias al estilo. Aun cuando intento que mi talante espiritual quede plasmado cuanto sea posible en las palabras que escapan a los puntos de mi pluma, importaría error garrafal dar por verdad no sujeta a discusión que me cuadra el calificativo de “estilista”, de que, enamorado de la forma, mi interés consistiría exclusivamente en hombrearme con los genios supremos en el arte de la escritura de estético esplendor… Lo cierto es que me tiene sin cuidado se me juzgue –no si fundamento- escritor de muy poco viso. En materia literaria no pongo a precio mi labor. Dejo en manos de la posteridad la espinosa tarea de decidir cuál pueda ser el valor de las páginas que con saña emborrono. Mas lo que nunca me verán hacer es dar cobre por oro, es vender la piel del lobo como vellón de cordero pascual.  Las cosas son como son. Mi estilo es el que es. Opto por los prestigios de la urbanidad. Deseo eternizarme en la palabra. Entonces es imperativo honrarla; y se la honra desterrando de ella sensiblería, desaliño, engolamiento e insulsez. Que todo lo que se hace con el propósito de que dure, no siempre dura. Nada dura, sin embargo, si no  se hizo con la esperanza de durar.   
 
                                                              





 

                                                   DEL ASOMBRO COMO ORIGEN DE LA FILOSOFÍA

                                                                          

                Más de dos milenios de meditación filosófica tienden a confirmar con elocuente verosimilitud la eventualidad de que tan inusitada aventura racional sea hija del asombro. La filosofía, en efecto, se me aparece, en medida nada insignificante, como fragoso ejercicio de desentumecimiento intelectual. Para quienes no acostumbran reflexionar al modo en que lo hacen los filósofos –harto me temo es el caso de las populosas mayorías- , filosofar es extravagancia en la que, afortunadamente, muy contados individuos incurren, acaso porque habiendo solventado sus necesidades básicas, no aperciben asuntos de mayor tonelaje que llamen su atención o, tal vez, porque adolecen de un temperamento refractario al sentido común que les induce a ocuparse de intrincadas nimiedades ajenas por completo al día a día de la existencia ordinaria y, en razón de ello,  –no podía ser de otro modo- desesperantemente ayunas de utilidad. Para quienes por modo semejante opinan, entre filosofar y despilfarrar infecundamente el tiempo no hay diferencia alguna.

                He aquí, sin embargo, que si bien es cierto desde la perspectiva a que vengo de referirme (a la que, ni corta ni perezosa, se encomienda la gente del común), la filosofía se revela, concedámoslo, ineficaz, improductiva por lo que toca a resolver satisfactoriamente los copiosos problemas prácticos que toda criatura humana de continuo arrostra en el transcurso de una vida siempre abocada a lo contingente y aleatorio, si parejo dictamen al que con fervor adhiere el vulgo no luce –convengamos en ello- controvertible, también es verdad, y no de menor calibre, que la mera constatación de que durante alongado período de dos milenios y medio el cavilar que hemos denominado filosófico no ha dejado de hacerse sentir entre nosotros, ejerciendo, por lo demás, decisiva influencia en la manera como concebimos el mundo e interpretamos la realidad, esto es, insisto, la simple y llana comprobación  de tan tozuda persistencia debería hacernos sospechar que el juicio peyorativo de cuantos descalifican por ocioso y prescindible el mencionado género de cogitación, obedece antes que a argumentos atendibles, a prejuicios muy arraigados, en extremo contumaces, que derivan, si no me pago de apariencias, del sentimiento de incomodidad frente a lo desusado, frente a aquella modalidad insólita de conceptuar las cosas propia de la especulación metafísica, la cual, como quedara señalado líneas atrás, se desvía porfiadamente de las certezas que hasta ese momento se tenían por inconmovibles e irrecusables.

                Empero, las ideas que acaba mi pluma de acuñar haciendo gala de lenguaje asaz grave y ceremonioso, nos devuelven, si bien se mira, a lo que al inicio de estas lucubraciones señalaba acerca de que la filosofía surgía del asombro…, convicción esta última a la que tanto ayer como hoy las mentes más aventajadas han dado su conformidad, y que –no faltaba más- el autor de este somero escolio endosa sin titubear. Así, por vía de ejemplo, Descartes aseveraba que: “La admiración es una súbita sorpresa del alma, que hace que ésta considere con atención los objetos que le parecen raros y extraordinarios.”; en tanto que Montaigne, sentencioso, decía: “la admiración es el fundamento de toda filosofía.” Y viene a punto precisar que en el idioma francés de la época en que escribieron esos dos conspicuos pensadores, el vocablo “admiración” significaba asombro; el mismísimo asombro del que el inmortal Estagirita hacía nacer la filosofía, pues –tales son sus palabras- : “Lo que empujó a los primeros pensadores, al igual que hoy,  a las especulaciones filosóficas, es el asombro”, asombro que a menudo transforma la perplejidad en paroxístico estupor, de tenor muy similar al que se desprende de las frases de Pascal que a continuación no puedo resistirme a transcribir: “Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad que la precede y la sigue, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto de verme aquí y no allí, ahora y no en otro tiempo. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y voluntad de quién este lugar y este tiempo me han sido destinados?”

                Como es de ver, del emblemático párrafo reproducido ut supra cabe colegir que el asombro de cariz filosófico a que nos estamos refiriendo no guarda sino superficial relación con la experiencia a la que solemos conferir ese nombre. Pues si al cabo estoy de lo que pasa, el sentimiento de estupor que se impone a guisa de fuente de la que deriva la exigencia y legitimidad del cuestionar filosófico –que halla contundente testimonio en los conceptos vertidos en el fragmento de Pascal antes citado-, no es de la misma especie al que nos encara, cual sucede en nuestro cotidiano trajinar, con la sorpresiva irrupción de hechos nuevos e inesperados, sino que, en expresivo contraste, parejo aturdimiento es resultado de la rebelión del espíritu frente a lo evidente y familiar.  No aflora el asombro del filósofo a consecuencia de tropezar de manera repentina con eventos inauditos, sino que de lo que se asombra es de aquello que paradójicamente exhibe un patente carácter de obviedad y que, por ese motivo, no ha asombrado hasta ahora ni asombrará nunca a las caudalosas muchedumbres. Para éstas la existencia no importa problema ontológico alguno, sino solo dificultades a las que es menester dar respuesta en el orden en que en cada concreta situación vayan asomando. El común de la gente se muestra reacia a la especulación de índole filosófica por la sencilla razón de que no siente inclinada a emplazarse en un escenario de extrañamiento frente a lo que la rodea, frente a lo que ocurre y sin pausa se desovilla ante la mirada, frente a lo que está habituada a suponer claro, notorio y manifiesto. Entonces no parece errado sostener que la auténtica filosofía se revela antes en cuanto forma sintomática, sui géneris de interrogar que como ejercicio de búsqueda de certidumbres cuya validez parezca incuestionable. La filosofía no se confunde con el saber científico, porque, entre otras cosas, lo que ella se propone es el desacomodamiento radical de todo lo que hay. El pensamiento de naturaleza filosófica lo que en el fondo persigue es contribuir a que zozobre el plácido navío de presupuestos estables en el que, en pos de la supervivencia, nos hemos embarcado, cosa de poner de relieve, en primer lugar, que cabe considerar la posibilidad de que existan infinitas perspectivas en torno a ese misterioso acontecer del que formamos parte y al que, con el objetivo ciertamente comprensible de escapar al vértigo de lo abismático y en postrera instancia inaccesible, hemos colocado el familiar y nada alarmante rótulo de “realidad”; y en segundo lugar, el planteo filosófico a lo que apunta es, transgrediendo con asiduidad las apariencias, a adentrarse en la región recóndita y elusiva del Ser… ¿Qué hace que una cosa sea? ¿Por qué el ser y no más bien la nada?

                Extrañeza, embarazo, desconcierto… La filosofía es flor de asombro. Solo cuando todo deja de ser obvio consigue prosperar y, ¿por qué no?, acaso en virtud de esa escandalosa y turbadora fascinación y desarraigo que provoca, consiga también de carambola hacernos más humanos.  

                                                         

                 



                                                                                 DE LA MORAL

              Si bien a resultas de la implacable labor de zapa llevada a cabo en su época por las mentes más lúcidas y combativas de la Ilustración, que con éxito inusitado se dieron a la tarea de demoler arraigados prejuicios y osificadas convenciones, como por efecto también del prodigioso avance del conocimiento científico y sus innumerables aplicaciones técnicas que desde hace algo más de dos siglos tuviera lugar en Occidente, si a consecuencia, decía, de parejos acontecimientos el laicismo y la secularización de la sociedad son hoy día, con escasas excepciones, un hecho consumado, me incluyo en el número de los que opinan que pese a la incuestionable declinación de los dogmatismos religiosos que en la actualidad cabe observar en la mayoría de los países de tradición cultural europea, una nada irrisoria cantidad de personas –no siempre carente de estudios- sigue todavía uncida a la idea de que la conducta moral, la capacidad humana de distinguir el bien del mal, es atributo que nos viene de fuera, producto de un poder de naturaleza misteriosa o divina… Así el reverendo Al Sharpton en su debate con el activista ateo Christopher Hitchens argumentaba: “Si no hay orden en el universo, y por lo tanto algún ser, alguna fuerza ordenante, ¿quién determina, entonces, lo que está bien y lo que está mal? Si nadie lo establece, no hay nada inmoral.” Semejante manera de pensar es la misma que indujo al personaje novelístico de Dostoievski Iván Karamasov a exclamar: “Si no hay Dios, ¡soy libre de violar a mi vecina!”

  Frente a los planteos que acabo de reproducir, el prestigioso etólogo holandés Frans de Waal, de cuya obra “El bonobo y los diez mandamientos” distraje las dos citas que anteceden, esgrimiendo razones que me parecen muy en su lugar y a las que sin titubeos presto mi entera conformidad, replica: “me inquietan las personas cuyo sistema de creencias es lo único que se interpone entre ellas y un comportamiento repulsivo. ¿Por qué no suponer que nuestra humanidad, y también el autocontrol necesario para una sociedad soportable, es algo que llevamos incorporado? ¿Alguien cree realmente que nuestros ancestros carecían de normas sociales antes de que hubiera religiones?”

Ahora bien, si no me pago de apariencias la condición de ateo –de la que participo- no tiene por qué obligar a una embestida sañuda e insultante contra quienes detentan valores religiosos y se esfuerzan por ajustar su interacción social a las prescripciones éticas que de dichos valores  derivan. Una cosa es no creer en Dios y, por consiguiente, descreer asimismo de que las normas morales se nos imponen desde arriba, desde una externa esfera trascendente y sobrenatural, y otra muy diferente prescindir de la dimensión espiritual del mensaje evangélico cristiano fundamentado en la compasión, el amor y la fraternidad del género humano.  Puede que Nietszche no se equivocara cuando dejó caer la escandalosa frase de que Dios había muerto, pero implicaría oneroso error suponer que de pareja circunstancia se sigue por modo inexorable la desaparición de los supremos ideales de nuestra civilización occidental, en buena parte cimentados, como nadie ignora, en las concepciones y credos del judeocristianismo. No veo por qué “haya que tirar al niño con el agua sucia de la bañera”; no veo por qué a cuenta de ateísmo sea preciso, como señalaba cierto brillante filósofo cuyo nombre en este momento mi ingratitud olvida, “castrarnos el alma renunciando a toda vida espiritual.” Después de todo, aunque en la especie humana la conducta moral remite –de ello estoy persuadido- a atávicas emociones de empatía hacia nuestros congéneres que, como ha sido comprobado, compartimos con los antropoides y algunos otros grupos de mamíferos, emociones que hunden raíces en un profundo estrato biológico habida cuenta de que sin su concurso la supervivencia del homo sapiens no hubiera sido posible; aun cuando, repito, no pongo en entredicho que nuestras inclinaciones morales tienen una base genética favorecida por la evolución, tengo no obstante por verdad incontrovertible que en el largo camino que los hombres hemos recorrido desde que asomaran las primeras tímidas expresiones de la cultura, alguna forma de religión estuvo siempre presente, al punto de que desde esos arcaicos orígenes visión religiosa y moralidad han constituido experiencias inseparables. Y si bien, como lo documentan los estudios históricos menos imputables de parcialidad, las religiones han servido con desoladora frecuencia para justificar horrorosas carnicerías y tormentos atroces, también (habría que estar ciego paran no verlo) han acompañado y han sido fuente de inspiración de muchas de las más sublimes obras del pensamiento y las artes.

De otra parte, es desatino de mayúsculo tonelaje imaginar que la ciencia y la visión naturalista del mundo a que da pábulo, pueden brindarnos las pautas y principios para un intachable comportamiento ético. La moral refiere al universo de los valores; no es su propósito explicar hechos y fenómenos de la realidad empírica sino orientar nuestra conducta colmando de sentido la existencia. No hay ni habrá jamás ciencia capaz de de determinar los valores humanos; y sería pecar de inaudita soberbia pretender que ésta tiene la facultad de hacernos distinguir entre el bien y el mal. El saber científico no es la respuesta a todo. La importancia y utilidad del conocimiento verificable y sólido son incontestables, pero es una ilusión, acaso peligrosa, considerar que basta el conocimiento para que la sociedad mejore y progrese. Pues si resulta innegable que la ciencia y la técnica permiten dominar la naturaleza (el ser humano, no lo olvidemos, forma parte de ella), la cuestión que se nos impone con imperativa urgencia es saber quién, cómo y con qué fin ejercer semejante dominio. En resolución, como con meridiana claridad lo señalara André Comte-Sponville,: “las ciencias y las técnicas nos plantean problemas a los que ni las ciencias ni las técnicas pueden responder.”

Quizás la constatación de que desde la sola perspectiva de la lógica y el discurrir cognitivo no era posible dar solución a temas de la índole de los aquí tratados, fue lo que impulsó a Kant a escribir al inicio del prefacio que figura en la primera edición de la “Crítica de la razón pura”: “La razón humana tiene el singular destino, en un género de sus conocimientos, de estar acosada por el peso de preguntas que le son impuestas por su propia naturaleza, pero a las cuales no puede contestar porque sobrepasan totalmente el poder de la razón humana.”

                Quien posea un adarme de sensatez no podrá dejar de convenir que los problemas a que enfronta la moral son de esa singular y llamativa especie.


                                                               

 

                                                                            DE LA METAFÍSICA

                                                                               

                Si de algo estoy cierto es que el hombre del común, ese con el que indefectiblemente vamos a topar no bien los afanes propios de la cotidianidad nos fuerzan a salir a la calle dejando atrás el cálido refugio de nuestra hogareña morada, el hombre del común, decía, no hace migas con el género de especulación filosófica que desde hace más de dos mil años es conocido con el nombre de metafísica; y tan en poco tiene el grueso de la gente dicha clase de meditación, que si acudimos al auxilio del diccionario con el propósito de derramar algo de luz sobre el asunto que mi  desprevención acaba de traer a la barata a esta hoja de papel, entre las definiciones con las que a no dudar tropezará apenas logre el curioso espigador posar su mirada en la entrada correspondiente a “metafísica” estas dos hallará: “Modo de discurrir con demasiada sutileza sobre cualquier materia”; y por si no resultase patente el jaez peyorativo de pareja aclaración, otro dictamen le espera cuya obvia índole de vilipendio el mencionado lexicón ha  considerado imprescindible registrar: “Oscuro y difícil de comprender”…

                Ahora bien, una cosa es que no escasos pensadores de oneroso discurrir, lenguaje de pretencioso cariz técnico y estilo más pesado que el plomo hayan contribuido en notoria medida a tornar insufrible a los ojos del corriente y ordinario mortal la reflexión de sesgo metafísico, y otra muy diferente que sea correcto que a semejante suerte de lucubración, a resultas del inherente intrincamiento e insolubilidad de su objeto, demos la espalda y con un mohín de irónico desprecio dibujado en el rostro proclamemos justificado nuestro desvío de pareja modalidad cognoscitiva. De hecho, si todavía ando en tratos con la discreción y de la imparcialidad no me he apartado, considero no hacer injuria a la verdad al aseverar que la indiferencia, cuando no el repudio, que hacia el razonar metafísico manifiesta el quídam de a pie implica, si bien se mira, un nada ambiguo rechazo de la filosofía en su conjunto, habida cuenta de que el corazón del logos filosófico, la parte medular y definitoria de su discurrir, remite a las cuestiones fundamentales y primeras como el alma, Dios, la muerte, el ser, es decir, los problemas metafísicos por excelencia.

                Así las cosas, con la finalidad de deliberar a mis anchuras sobe el asunto traído a colación –que es de los que exige examen despacioso-, acaso proceda interrumpir en este punto el hilo del razonamiento hasta ahora esbozado para, en excurso sumario, abundar sobre el significado del vocablo “metafísica” mediante el recurso de remontarnos, hasta donde nos sea posible, a sus orígenes históricos, de los que –venturosa circunstancia- poseemos fuentes documentales de probada credibilidad y exactitud… Es el caso que cuando en el siglo I a.C. el erudito compilador Andrónico de Rodas se propuso editar las obras de Aristóteles, ni  por semejas le cruzó por las mientes que al colocar en su clasificación después de los libros de física los textos del insigne Estagirita que versaban sobre el ser en tanto que ser, las causas primeras, Dios, la sustancia (escritos mayores éstos a los que tal vez no hubiera sido desatinado rotular como “Filosofía Primera”), nunca imaginó el esmerado autor de semejante ordenación bibliográfica, reitero, que a partir de entonces y hasta la fecha actual iba a arraigar la costumbre de conferir la denominación de metafísica a la sección de la filosofía aristotélica que en la taxonomía mencionada figuraba a seguidas de los escritos que trataban de física, pues en griego metafísica significa justamente eso: “después de la física”; fue así que en virtud de tan trivial y contingente circunstancia prosperó dicho término, el cual, por cierto, no aparece en ninguna de las obras del preclaro discípulo de Platón.

                Empero, en el idioma que hablaban los helenos la voz “metafísica”, como suele ocurrir con no exigua cantidad de palabras en todas las lenguas conocidas, admitía otra acepción, a saber, “más allá de la física”; y probablemente a partir de este segundo sentido, a lo largo de los siglos se impuso el hábito de designar con la palabra “metafísica” a cuanto guardaba relación con lo que excedía o rebasaba la esfera del conocimiento científico, de la experiencia empírica.        

                Hora es ya, sin embargo de retomar la argumentación que dejamos en suspenso a causa del engorroso inciso desarrollado en los párrafos que anteceden… Viene entonces a punto recordar que dimos inicio a estas infractoras cavilaciones señalando que para las populosas mayorías, la metafísica era abstrusa disciplina intelectual cuyo escandaloso distanciamiento del sentido común, de lo verificable en orden a lo sensorialmente perceptible, la hacían sospechosa de incurrir en fórmulas fantasiosas y hueros constructos conceptuales; de ahí que descalificada, desdeñada, haya sido permanente objeto de rezongos y sarcásticas befas.

                No creo sacar las cosas de quicio por sostener que el imperdonable pecado de la metafísica, ese que ha inducido a las multitudes a ponerla en berlina, es no ser una ciencia justo en época como la que vivimos,  cuando el saber científico goza de la más alta valoración; pues en efecto, no hace falta gastar protocolo de erudito para estar en autos de que en los días que corren arrecia la convicción de que hay algo de particular excelencia o virtud en la ciencia y en los métodos que aplica; de donde se desprende que cuando a alguna indagación se la corona con el calificativo de “científica” tenemos copia de razones para pensar que lo que se pretende poner de resalto es que posee la aludida indagación una muy especial clase de crédito o de fiabilidad. Por lo demás, cualquier individuo con un conocimiento algo más que superficial de la cuestión que estamos debatiendo, no dejará de reconocer que el innegable prestigio alcanzado en la actualidad por el saber científico no se circunscribe al sector popular, sino que también ha permeado el mundo académico y universitario, donde en el campo de los estudios sociales y humanísticos un número creciente de investigadores asegura que están llevando a cabo labor científica, en un intento –fallido en lo que a mi persona concierne- de persuadir a la audiencia de entendidos y legos de que los métodos de que se valen están tan sólidamente cimentados y resultan tan fértiles y productivos  como aquellos a los que se apegan las ciencias tradicionales de la física y la biología.

                Ahora bien, si algo no tiene vuelta de hoja es que la metafísica no es ciencia ni presume serlo; porque, para apurar aún más los argumentos, la exploración a la que se consagra consiste siempre en trasladarnos con el pensamiento a una región que se sitúa siempre –esto es lo que la vuelve seductora e ineludible- más allá de lo que sabemos o, para ser más precisos, más allá de lo que es posible saber. El hombre, como sentenciaba Shopenhauer,  “es un animal metafísico”. No hace metafísica por elección propia, porque le guste o le divierta, sino porque su ser, su humana condición de criatura consciente, hacia esos pagos misteriosos le arrastra por modo ineluctable… Quien resolviera permanecer dentro de los estrictos límites del conocimiento proporcionado por la ciencia, ¿cómo se las arreglaría para hacer frente a las preguntas sustantivas,  irrenunciables sobre lo que somos, sobre nuestra finitud, sobre el sentido o sinsentido de la existencia, sobre por qué estamos aquí cuando podríamos no estar, sobre la nada…? El hecho de que no seamos capaces de responder de manera concluyente a ninguna de parejas interrogantes nada arguye en contra de su urgencia y legitimidad, ni dispensa tampoco a cuantos se precian de honrar la dignidad de nuestra especie, de considerarlas con el mayor cuidado, solicitud y diligencia.
                                                               



                                                                            DE LA METAFÍSICA

              Si de algo estoy cierto es que el hombre del común, ese con el que indefectiblemente vamos a topar no bien los afanes propios de la cotidianidad nos fuerzan a salir a la calle dejando atrás el cálido refugio de nuestra hogareña morada, el hombre del común, decía, no hace migas con el género de especulación filosófica que desde hace más de dos mil años es conocido con el nombre de metafísica; y tan en poco tiene el grueso de la gente dicha clase de meditación, que si acudimos al auxilio del diccionario con el propósito de derramar algo de luz sobre el asunto que mi  desprevención acaba de traer a la barata a esta hoja de papel, entre las definiciones con las que a no dudar tropezará apenas logre el curioso espigador posar su mirada en la entrada correspondiente a “metafísica” estas dos hallará: “Modo de discurrir con demasiada sutileza sobre cualquier materia”; y por si no resultase patente el jaez peyorativo de pareja aclaración, otro dictamen le espera cuya obvia índole de vilipendio el mencionado lexicón ha  considerado imprescindible registrar: “Oscuro y difícil de comprender”…

                Ahora bien, una cosa es que no escasos pensadores de oneroso discurrir, lenguaje de pretencioso cariz técnico y estilo más pesado que el plomo hayan contribuido en notoria medida a tornar insufrible a los ojos del corriente y ordinario mortal la reflexión de sesgo metafísico, y otra muy diferente que sea correcto que a semejante suerte de lucubración, a resultas del inherente intrincamiento e insolubilidad de su objeto, demos la espalda y con un mohín de irónico desprecio dibujado en el rostro proclamemos justificado nuestro desvío de pareja modalidad cognoscitiva. De hecho, si todavía ando en tratos con la discreción y de la imparcialidad no me he apartado, considero no hacer injuria a la verdad al aseverar que la indiferencia, cuando no el repudio, que hacia el razonar metafísico manifiesta el quídam de a pie implica, si bien se mira, un nada ambiguo rechazo de la filosofía en su conjunto, habida cuenta de que el corazón del logos filosófico, la parte medular y definitoria de su discurrir, remite a las cuestiones fundamentales y primeras como el alma, Dios, la muerte, el ser, es decir, los problemas metafísicos por excelencia.

                Así las cosas, con la finalidad de deliberar a mis anchuras sobe el asunto traído a colación –que es de los que exige examen despacioso-, acaso proceda interrumpir en este punto el hilo del razonamiento hasta ahora esbozado para, en excurso sumario, abundar sobre el significado del vocablo “metafísica” mediante el recurso de remontarnos, hasta donde nos sea posible, a sus orígenes históricos, de los que –venturosa circunstancia- poseemos fuentes documentales de probada credibilidad y exactitud… Es el caso que cuando en el siglo I a.C. el erudito compilador Andrónico de Rodas se propuso editar las obras de Aristóteles, ni  por semejas le cruzó por las mientes que al colocar en su clasificación después de los libros de física los textos del insigne Estagirita que versaban sobre el ser en tanto que ser, las causas primeras, Dios, la sustancia (escritos mayores éstos a los que tal vez no hubiera sido desatinado rotular como “Filosofía Primera”), nunca imaginó el esmerado autor de semejante ordenación bibliográfica, reitero, que a partir de entonces y hasta la fecha actual iba a arraigar la costumbre de conferir la denominación de metafísica a la sección de la filosofía aristotélica que en la taxonomía mencionada figuraba a seguidas de los escritos que trataban de física, pues en griego metafísica significa justamente eso: “después de la física”; fue así que en virtud de tan trivial y contingente circunstancia prosperó dicho término, el cual, por cierto, no aparece en ninguna de las obras del preclaro discípulo de Platón.

                Empero, en el idioma que hablaban los helenos la voz “metafísica”, como suele ocurrir con no exigua cantidad de palabras en todas las lenguas conocidas, admitía otra acepción, a saber, “más allá de la física”; y probablemente a partir de este segundo sentido, a lo largo de los siglos se impuso el hábito de designar con la palabra “metafísica” a cuanto guardaba relación con lo que excedía o rebasaba la esfera del conocimiento científico, de la experiencia empírica.        

                Hora es ya, sin embargo de retomar la argumentación que dejamos en suspenso a causa del engorroso inciso desarrollado en los párrafos que anteceden… Viene entonces a punto recordar que dimos inicio a estas infractoras cavilaciones señalando que para las populosas mayorías, la metafísica era abstrusa disciplina intelectual cuyo escandaloso distanciamiento del sentido común, de lo verificable en orden a lo sensorialmente perceptible, la hacían sospechosa de incurrir en fórmulas fantasiosas y hueros constructos conceptuales; de ahí que descalificada, desdeñada, haya sido permanente objeto de rezongos y sarcásticas befas.

                No creo sacar las cosas de quicio por sostener que el imperdonable pecado de la metafísica, ese que ha inducido a las multitudes a ponerla en berlina, es no ser una ciencia justo en época como la que vivimos,  cuando el saber científico goza de la más alta valoración; pues en efecto, no hace falta gastar protocolo de erudito para estar en autos de que en los días que corren arrecia la convicción de que hay algo de particular excelencia o virtud en la ciencia y en los métodos que aplica; de donde se desprende que cuando a alguna indagación se la corona con el calificativo de “científica” tenemos copia de razones para pensar que lo que se pretende poner de resalto es que posee la aludida indagación una muy especial clase de crédito o de fiabilidad. Por lo demás, cualquier individuo con un conocimiento algo más que superficial de la cuestión que estamos debatiendo, no dejará de reconocer que el innegable prestigio alcanzado en la actualidad por el saber científico no se circunscribe al sector popular, sino que también ha permeado el mundo académico y universitario, donde en el campo de los estudios sociales y humanísticos un número creciente de investigadores asegura que están llevando a cabo labor científica, en un intento –fallido en lo que a mi persona concierne- de persuadir a la audiencia de entendidos y legos de que los métodos de que se valen están tan sólidamente cimentados y resultan tan fértiles y productivos  como aquellos a los que se apegan las ciencias tradicionales de la física y la biología.

                Ahora bien, si algo no tiene vuelta de hoja es que la metafísica no es ciencia ni presume serlo; porque, para apurar aún más los argumentos, la exploración a la que se consagra consiste siempre en trasladarnos con el pensamiento a una región que se sitúa siempre –esto es lo que la vuelve seductora e ineludible- más allá de lo que sabemos o, para ser más precisos, más allá de lo que es posible saber. El hombre, como sentenciaba Shopenhauer,  “es un animal metafísico”. No hace metafísica por elección propia, porque le guste o le divierta, sino porque su ser, su humana condición de criatura consciente, hacia esos pagos misteriosos le arrastra por modo ineluctable… Quien resolviera permanecer dentro de los estrictos límites del conocimiento proporcionado por la ciencia, ¿cómo se las arreglaría para hacer frente a las preguntas sustantivas,  irrenunciables sobre lo que somos, sobre nuestra finitud, sobre el sentido o sinsentido de la existencia, sobre por qué estamos aquí cuando podríamos no estar, sobre la nada…? El hecho de que no seamos capaces de responder de manera concluyente a ninguna de parejas interrogantes nada arguye en contra de su urgencia y legitimidad, ni dispensa tampoco a cuantos se precian de honrar la dignidad de nuestra especie, de considerarlas con el mayor cuidado, solicitud y diligencia.
                                                               
                                                        
                                                SOBRE LAS ACTIVIDADES INÚTILES

            Dificulto que ninguna persona poseedora de los dos proverbiales dedos de frente  se escandalice porque el autor de estas escasamente novedosas apuntaciones (adhiriendo al dictamen de las mentes más sagaces de ayer y de hoy) entienda que la época que nos ha tocado vivir o, para ser más precisos, padecer, merece los oprobiosos calificativos de estólida, sórdida, aborrecible; y tal se evidencia su naturaleza –lo tengo por cosa averiguada-  en razón de que, haciendo a un lado la preservación y cuidado del peculio espiritual que nos singulariza en tanto que miembros de la especie humana, lo que al día despierta por modo exclusivo y excluyente  el interés de las caudalosas multitudes es –basta lanzar una fugaz mirada a nuestro derredor para comprobarlo- la frenética búsqueda de ganancias materiales y de beneficios prácticos.

                La lógica opresiva de la utilidad, en detrimento de cualquier otra instancia no sujeta a la ambición de poder, éxito y provecho pecuniario, se ha entronizado, acaso para perpetuarse, en el alma de la colectividad a todo lo largo y ancho de nuestra esférica morada planetaria. De ahí que en la actualidad importe grave desvío preñado de nefastas secuelas no sumarse al áptero punto de vista que sostiene que solo lo útil, solo lo que asegura un rendimiento monetario, debe ser al proviso insistentemente procurado… La era es esta del “homo oeconomicus”; se desdeña todo lo que no sirve para alcanzar la tierra prometida del lucro; la palabra de orden es la obtención acelerada de riqueza, notoriedad y poderío aun cuando en esa demencial carrera vaya esparciendo el hombre por el camino, vueltos harapos y jirones, su reciedumbre y su nobleza. En un mundo en el que lo que no comporta beneficio es degradado a la condición de innecesario y, por ende, prescindible, una corbata sin duda tendrá mayor valor que una sinfonía, un sacacorchos más que un poema, un frasco de aceitunas más que el paisaje que pintara el artista.  Habría que estar ciego para no advertir que el rasgo definitorio del período histórico en el que hemos encallado es la absoluta y generalizada primacía del tener sobre el ser; acrecentar los bienes, la hacienda, las posesiones es el norte al que se enrumban de manera cuasi adictiva nuestros congéneres; topamos aquí con la explicación de que el aparentar prospere en menoscabo de lo que se es; porque en el universo de lo utilitario no puede sino arreciar la ostentación: el atuendo de marca, el elevado cargo, la vivienda suntuaria cuentan mucho más que la “dignitas hominis”, el amor, la compasión, el vuelo de la fantasía y la verdad. En la esfera de la razón instrumental a la que responde el grueso de nuestros conciudadanos en los tiempos que corren, acicateados por el espejismo de que la felicidad consiste en disponer a placer de cuantas cosas puedan antojárseles, en consumir por modo inmoderado y en llevar un tren de vida muelle cuando no fastuoso, en ese ámbito conductual de la existencia, repito, en el que todo gira en torno al postulado pragmático que declara deseable únicamente lo que promete ventajas crematísticas o resultados prácticos tangibles, luce empresa desesperada insistir en que aquello que nos hace humanos y, por consiguiente, debería ser objeto privilegiado de nuestra preocupación, diligencia y solicitud, es algo que mora dentro y no fuera de nosotros mismos, algo que es por naturaleza refractario al negocio y a la especulativa mecánica mercantil, porque no hay forma de comprarlo ni venderlo; empresa desesperada, reitero, pareja prevención porque salvo breve minoría, el hombre de a pie, servilmente aferrado a la idea del éxito y la ganancia, muéstrase incapaz de percibir la cenital importancia de los valores que no admiten ser medidos ni pesados con los instrumentos que le son familiares, adecuados a buen seguro para evaluar la cantidad pero no para el aquilatamiento de la inasible, inmaterial y solapada entidad cualitativa.

                Desde la estéril y corta perspectiva del cálculo económico y la racionalidad instrumental lo que guarda relación con la “qualitas” es tachado de inútil, conducta que si atendemos a lo argüido en los renglones que anteceden, no tiene por qué maravillarnos: de una civilización convicta de utilitarismo ¿qué otra cosa cabía esperar?

                Empero, mal haríamos en perder de vista que son las actividades que la ordinaria opinión de ignorantes y doctos tildan de superfluas, las que dan pábulo  a procurar un mundo menos mezquino, menos gris, desabrido e insufriblemente plano; pues solo los acometimientos que para nada sirven aciertan a que escapemos de la asfixiante ergástula en la que nos recluye el ciego pragmatismo que hasta el presente se ha enseñoreado de la voluntad y la conciencia  de los hombres, y de esa guisa ayudarnos a colorear la existencia tornándola dinámica y fluida y permitiéndole eclosionar en el huerto recoleto del espíritu.

                Nada juzgo más valioso, nada más insustituible y substancial que las disciplinas y acciones que no se subordinan al logro de prebendas y ganancias, esto es, las creaciones y saberes que se llevan a cabo con absoluta gratuidad, desvinculada el alma de cualquier intención de personal provecho. Semejante aplicación y laboriosidad en lo que no nos hará más ricos ni famosos –empresa que el común de la gente suele despreciar por inútil y poner en berlina- asoma, no obstante, como la única estrategia de que podemos valernos para desafiar en la arena de la cotidianidad las implacables leyes del mercado. Es entonces y sólo entonces cuando accedemos al reino impoluto del arte y la genuina ciencia; es entonces y sólo entonces que somos capaces de reconocer que Hölderin no se equivocaba cuando sentenció: “Pero lo que permanece lo fundan los poetas”; es entonces y sólo entonces cuando se nos impone a guisa de inconcusa verdad que el saber es el valladar más sólido que la desavenida raza de los humanos atina a levantar contra la prepotencia del dinero y el dogma obtuso del utilitarismo.  Con casi intolerable clarividencia lo supo enunciar Nuccio Ordine en páginas de inexcusable lectura de las que el escrito que el lector tiene ante sus ojos no se propone ser sino simple aunque apasionada paráfrasis; y copio a continuación lo que acerca del tema que hemos traído al palenque de esta cuartilla el lúcido catedrático de la Universidad de Calabria nos aclara: “la utilidad de los saberes inútiles se contrapone radicalmente a la utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana.”

                Pierre Lecomte du Noüy, filósofo y biofísico, nos alertaba respecto al hecho de que “en la escala de los seres, sólo el hombre realiza actos inútiles.”… Harto me temo que el día en que olvide realizarlos, dejará de ser hombre.
                                                   





ACERCA DE LA VULGARIDAD



               No camina lejos de la verdad quien proclama que en la hora que nos ha tocado vivir nada diera la impresión de propagarse con celeridad más contagiosa y ofensiva que la plebeyez, la inconveniencia y la procacidad. Esta es la era de la inurbanidad y la indecencia. Sólo prospera lo vulgar; sólo la incivilidad tiene garantizada la adhesión incondicional de la muchedumbre, el estruendoso aplauso del hombre del común. Arrecia la zafiedad; cunde el mal gusto; hunden raíces casi imposible de extirpar los malos modos y la rusticidad y la insolencia. Sólo se hace bien quisto de las masas quien ocurre a los desconsiderados ademanes de la irrespetuosidad y la grosería. Según es de ver, la descortesía, ausencia de tacto e incultura han triunfado en todos los frentes, niveles y capas del conglomerado social. Prolifera lo asqueroso, lo rastrero. El punto de vista a pie de tierra es el único que goza de segura y siempre recrudecida aceptación. Lo chocarrero y ramplón están a la orden del día; la infecciosa pandemia de la desvergüenza y el descomedimiento se extiende, irrefrenable, por doquier, y si de algo podemos hacer cuenta es de que aún no se ha inventado la vacuna que logre contrarrestar su nocividad y estragamiento…



                Esta es la era de la vulgaridad. Por lo que toca a la convivencia y trato de la gente, la impudencia es el común denominador; no existe desafuero de gesto o de palabra que no haya sido acogida por la impertinente turba con entusiasta beneplácito; se han invertido los valores: ahora, si a las evidencias me remito, la patanería es codiciable virtud, la descompostura y la aspereza, cualidades que, para congraciarnos con los que nos rodean, procede cultivar. Al ideal, al espíritu, le han amputado las alas, ya no consigue levantarse del suelo. La vida se ha vuelto chata como una lámina de zinc. Todo espesor existencial y bizarría han sido definitivamente desechados como quien, lanzándolos al basurero, se desprende de trastos inservibles. Impera lo prosaico. La perversión universal del gusto es hecho que no requiere de otra comprobación que una simple mirada. No hay impudor ni suciedad ni torpeza que no logren hacerse con el favor unánime de la vociferante cáfila; lo sórdido es la regla; la fetidez y la inmundicia, lo que por sobre todas las cosas apetece la insaciable y desaseada multitud.



                ¿A dónde huyeron gentileza y decoro? Y la amabilidad y deferencia ¿en qué gruta sombría han debido ocultarse? La hidalguía, la gracia, el donaire ¿dónde hallaron refugio que ni siquiera huellas dejaron de su abrupta escapatoria hacia quién sabe qué horizontes remotos? La galanura y el encanto ¿acaso se arrastran por el polvo resignados a que los aplasten las herradas botas del oprobioso menosprecio? Hasta donde alcanza a percibir el autor de estas líneas, nada galante ni risueño se vislumbra por lo que concierne a la conducta de la bellaca plebe… No piensa ella, embiste; no habla, aúlla; no crea, desluce, empaña, contamina; no aspira al impoluto azul de las alturas donde la nieve de las erguidas cumbres brinda al cóndor amparo, pues sólo le complacen las emanaciones pestilentes de la sentina.

                Esta es la era de la vulgaridad. El señorío y la corrección brillan por su ausencia. El atildamiento, la galanía expresiones son que, acaso para siempre, han desaparecido, trasnochadas y vetustas maneras con las que es casi imposible topar por más que pongamos nuestro conato en dar con ellas. Tal es la realidad. Redobla y se fortalece cuanto de putrefacto, sórdido y degradado cabe imaginar. Y el alma, o lo que resta de ella, desfallece y marchita.

                El desolador panorama que acabo de describir en términos –no lo discutiré- nada mesurados, sería ingenuidad de a libra esperar se recupere o mejore en un mañana más o menos lejano. Si algo podemos tener por cosa averiguada es que el grueso de la hodierna población mundial perseverará en la ruindad, la incivilidad y el impudor. Porque en los días que corren (y harto me temo que en los que el porvenir nos reserva) sólo medran, sólo prevalecen los temperamentos refractarios al ósculo de la belleza y al afinado compás de la armonía. Lo abyecto, lo soez han acampado en el alma de cada un individuo y no de manera transitoria, sino con la mira puesta en emplazarse y permanecer.

                Ahora bien, si en modales de tan despreciable estofa está incurso –con irrisorias excepciones- el conjunto de la sociedad, dificulto que un quídam aparezca de súbito que en medio de semejante exaltación de la torpeza tenga el tupé de reconvenirme por sostener, como en efecto declaro y ratifico, que las penurias de la mala educación conciernen en medida considerable a las más jóvenes generaciones, cuyos miembros no absorbieron sanas costumbres domésticas por ser vástagos de hogares rotos y disfuncionales, que tampoco recibieron adecuada educación cívica  en centros escolares carentes de todo y, en particular, de maestros lúcidos y abnegados, que sufrieron en medida nunca antes experimentada el bombardeo obsesivo de la bazofia audiovisual mediática que la sofisticada tecnología de la comunicación satelital moderna difunde por toda la faz del globo. Y lo peor del caso –al menos para quien estos desencajados renglones borrajea- es que hasta las muchachas en flor, las adolescentes, las lindas y dicharacheras jóvenes de quienes es lícito suponer un comportamiento tierno, suave, decoroso, afín a las seductoras proclividades de su sexo y por demás ajeno a las formas atentatorias de la desatada inverecundia, con regocijo digno de mejor causa, al igual que sus congéneres masculinos, emplean modos y lenguaje de tan insalubre traza que antes creeríamos que las que así se comportan no son espabiladas quinceañeras  sino marineros toscos que en taberna de muelle, entre tahúres y rameras, vomitan descompuestas blasfemias.

                Esta es la era de la vulgaridad. El arte, la poesía han sido sus primeras víctimas. Hoy no se escucha música, que lo que machaca los oídos no pasa de ser ruido acompasado; no se baila tampoco, sino que se impone la acrobacia gimnástica o el movimiento obsceno que remeda las convulsiones de la cópula; y por lo que atañe al cine y al teatro inútil sería empeñarnos en rastrear producciones de hondura y estético linaje: sólo tropezaremos con obras que oscilan entre lo trivial y lo ofensivo, entre lo mostrenco y lo escabroso. ¿Pintura? ¿Qué es eso?... En el mejor de los casos se embarran telas. Y por lo que hace a la escultura, un montón de estiércol iluminado en medio de la acogedora sala del museo sustituye con ventaja a la “Pieta” de Miguel Ángel o a “El beso” de Rodin.

                Esta es la era de la vulgaridad. Carece de prestigio la elegancia. La distinción no tiene valedores. La expresión cortés y afable es materia de escarnio. A la delicadeza se la reputa afeminada. La galanura  es primor anticuado que para la sensibilidad contemporánea ha perdido por entero su atractivo. “Nobleza” es vocablo erradicado del orbe coloquial, que sólo en el diccionario halla refugio. La gracia, la finura, el buen gusto han hecho mutis por el foro… El escenario estaría vacío si no fuera porque el cortejo de la ordinariez lo ocupa y desde allí pretende entretenernos con sus muecas… Pero esas muecas no me divierten; les doy la espalda y con el enojo y el asco a cuestas, contra viento y marea, prosigo mi camino.  

                                                                    

                              



El talante crítico de Pedro Henríquez Ureña y los atributos de su prosa exegética


Crítica hay que, so pretexto de examen, hace de la obra que somete a escrutinio, simple motivo de inspiración, mera fuente de estímulo literario desde donde saltar a las risueñas comarcas de la divagación y del testimonio íntimo, o a los peligrosos esteros de la especulación filosófica y de la discusión, más o menos coherente, más o menos feliz, de cuestiones a menudo muy distantes del tema que se nos anunció iba a ser abordado; esto es, la apreciación y enjuiciamiento de un texto o de un objeto artístico.

Estamos trayendo a colación – huelga subrayarlo – la crítica apodada impresionista, a la que tan afectos suelen ser los literatos cuando se deciden a escribir, no para pergeñar sus ensoñaciones y fantasías personales en el molde del cuento, el poema, o el drama, sino para servirse, a guisa de báculo, de las sugerencias y evocaciones que la ajena creación despierta a raudales cuando toca sus finas y experimentadas antenas sensibles.

Aquí la obra de arte presta materia a otra expresión artística; y el ejercicio del criterio valorativo y la explicación esclarecedora pierden la preeminencia para, en el mejor de los casos, ocupar en los resquicios de la página un lugar modestísimo, uncido al yugo cautivante de la fabulación y a las veleidades y antojos de la voluntad de estilo.

Ni qué decir falta que semejante enfoque crítico vale lo que vale como artista de la palabra el que lo prohíja. Y que si bien, en la pluma de un cultivado ingenio, dotado de penetración discriminativa, no pocas veces logra dicho género de escolio iluminar intuitivamente alguna faceta de la obra comentada, hasta entonces sumida en la penumbra, por lo general sus hallazgos son aislados y parciales, careciendo el aludido examen – cuando lo hay, cuando en verdad cabe hablar de interpretación – de la solidez conceptual y fundamentada perspectiva teórica propias de una cuidadosa inspección realizada, en palabras del vulgo, como Dios manda.

Frente al impresionismo crítico yérguese – en perfecta contraposición a éste – otra modalidad de enjuiciar el hecho estético (llamémosla académica o especializada) que ha corrido con excelente fortuna en las últimas décadas; y cuyo rasgo más notable nos luce no ser otro que la pretensión de científica objetividad. Quienes de esta corriente hermenéutica participan suelen ser profesionales bien preparados, pero – curiosa impertinencia – de sensibilidad artística rala y desmedrado gusto. Tales críticos acostumbran hurtar el cuerpo al juicio de valor; atascarse en minuciosas consideraciones de pormenores irrelevantes; encubrir bajo galimatías de voces técnicas, a menudo presuntuosas y casi siempre de abominable traza, cualquier íntima reacción que la obra haya podido suscitar en su espíritu; y terminar por reducir el objeto analizado a meras fórmulas gramaticales, figuras discursivas, posturas ideológicas, clínicos traumas de psicoanálisis o ilustración de fenómenos socio-políticos.

De hecho, este acercamiento de especialista al producto literario tiene el inconveniente de eludir lo esencial: mostrar franca y directamente los primores y defectos de la obra, colocándonos de una buena vez en el núcleo humano que la palabra encarna, y haciéndonos conscientes de lo que significa el texto, de su sentido e importancia en cuanto ha sido capaz de conquistar su autor, merced a la belleza de la creación, nueva y promisoria provincia para el conocimiento de nosotros mismos como seres capaces de trascender la efímera condición de la existencia y la frivolidad y plebeyez que nos abruman.

Las dos vertientes críticas mencionadas en los renglones que anteceden, aunque no se nos oculten sus vicios, no andan por entero huérfanas de cualidades. Una y otra, en manos de sus más prominentes cultivadores – no así en la de los mediocres acólitos que, siempre a la zaga, forman legión – han permitido escudriñar, en las mágicas latitudes del arte y la literatura, territorios vírgenes o apenas exploradores. Empero, ambas prácticas indagatorias flaquean en puntos nada desatendibles y, por tanto, nos dejan a la postre insatisfechos... Lo que a una le falta, a la otra le sobra. Si el impresionismo crítico peca por ausencia de rigor y fundamentación metodológica, el examen académico nos sumerge en un piélago de procedimientos técnicos y taxonomías insufrible, en donde corremos el riesgo de perecer ahogados. Si el crítico cientificista se muestra reticente, cuando no mudo, a la hora de expresar su reacción emotiva ante la obra que sondea, el crítico-artista, en alas de su temperamento sugestionable, nos transporta a fantasiosos  parajes que aun cuando retribuyan nuestra sensibilidad, suelen prestar flaco servicio en lo que atañe a la comprensión del escrito escoliado.

Así las cosas, cómo no agradecer la existencia de una tercera modalidad evaluativa que sorteando las trampas del cientificismo, de sus sofisticados y estériles mecanismos de relojería, y resistiéndose también a la tentación de convertir el discurso explicativo en secundaria gestación artística que medra del cuerpo de la obra estudiada, se nos propone rica en ideas, acendrada en gusto, deleitable y esmerada en la exposición de sus razones. Crítica tal – la única fecunda e imprescindible – merece el calificativo de medular porque va al tuétano y sólo con el tuétano se sacia.




La reflexión de Pedro Henríquez Ureña acerca del arte y la literatura, de más está decirlo, pertenece a la eminente estirpe doctrinal a que acabamos de referirnos. En cuanto crítico, Pedro Henríquez Ureña es paradigma de esencialidad. Siempre desarrolla los aspectos característicos y reveladores. No se pierde en el tupido bosque de lo accesorio o meramente circunstancial. Nunca se distrae de su objetivo. Hace eje de la indagación el espíritu del autor plasmado en los motivos que le inspiran y en la singular manera como han sido articulados desde la crepitación anímica de la palabra. De ahí que los éxitos críticos del magno polígrafo dominicano hicieran época, al extremo de que no puedan ser ignorados ni siquiera en tiempos como los que vivimos, ebrios de primicia, intoxicados de novelería, pero siempre remisos cuando se trata de volver la vista atrás para reconocer el mérito y las verdades que fueron quedando a las espaldas. Los años pasan, van sepultando las décadas el ayer con su ominoso manto de polvo y olvido. Pero las opiniones de Pedro Henríquez Ureña, sus intuiciones, hallazgos y juicios, porque abrieron surco y abonaron zonas extensas del saber, permanecen vigentes y frescos como el día en que se produjeron. Al punto de que todavía hoy los grandes de las letras, cuando transitan caminos que antes holló la planta de nuestro máximo humanista, se ven forzados a enhebrar sus pensamientos con el mismo hilo y aguja con que tejió los suyos el acucioso pionero quisqueyano.



No asombra que Octavio Paz (cuya nombradía ahorra toda digresión encomiástica) comenzara su ensayo intitulado Émula de la llama  recordando: “Desde que Pedro Henríquez Ureña señaló que las notas distintivas de la sensibilidad mexicana eran la mesura, la melancolía, el amor a los tonos neutros, las opiniones sobre el carácter de nuestra poesía tienden casi con unanimidad a repetir, subrayar o enriquecer estas afirmaciones” (1).



           Lo que en verdad el laureado ensayista azteca insinúa entre líneas (como quien no tiene que abundar en cosa demasiado manida) es que, en el ocaso del siglo XX, cincuenta años después de que Pedro Henríquez Ureña registrara los matices que permiten reconocer el marchamo sensible de lo mexicano en la literatura, las mentes más lúcidas de esa norteña nación hispana siguen trillando los viejos pero siempre seguros caminos que el maestro de las Antilla desbrozó. Si en punto a fertilidad y tiento crítico no es esto dar en el centro del blanco, entonces ¿qué lo será?


Innumerables son los aciertos fundamentales de Pedro Henríquez Ureña en lo que atañe al señalamiento de los valores que afianzan y potencian la obra de los autores que su atención ocupan. Su mirada jamás se turba. Ve claro y lejos; más lejos que los demás. Tiene su criterio la solidez del granito. Su gusto superior sólo en lo empinado y en lo hondo halla solaz y arrimo. ¿Vale acaso la pena traer a la memoria como consigue revelarnos su péndola lo que nadie antes de él había observado en Juan Ruiz de Alarcón?: el radical mexicanismo del dramaturgo que, dado el cariz latinizante de la cultura colonial del país que Cortés conquistó (muy distinta a la de España en hábitos, ritmo y tonalidad) haría del autor de La verdad sospechosa un “artista de espíritu clásico”; porque – sigue observando sagazmente el escoliasta – “en el mundo alarconiano se dulcifica la vida turbulenta de perpetua lucha e intriga, que reina en el drama de Lope o de Tirso, así como la vida de la Colonia era mucho más tranquila que la de su metrópoli; se está más en la casa que en la calle; no siempre hay desafíos; hay más discreción y tolerancia en la conducta; las relaciones humanas son más fáciles, y los afectos, especialmente la amistad, se manifiestan de modo más normal e íntimo, con menos aparato de conflicto, de excepción y de prueba”. De donde cabe concluir – y las conclusiones de Pedro Henríquez Ureña son todas emblemáticas por la mucha doctrina que condensa en poquísimas frases – que México debe exhibir “como blasón propio haber dado bases, con elementos de carácter nacional, a la constitución de esa personalidad singular y gloriosa” (2).
En aprietos me vería si fuese la intención de estas páginas reseñar las incontables veces que la argucia crítica de Pedro Henríquez Ureña ha dado en el clavo. Mas ya que me he impuesto la tarea de probar que su labor exegética – tildada líneas atrás del medular -, como no consigue hacerlo el grueso de las interpretaciones a que estamos habituados, nos hace reconocer las esenciales virtudes de la obra enjuiciada, imposible no sacar a la luz, a guisa apenas de simple ilustración, algunas de sus más perspicaces observaciones: Por ejemplo, ¿quién sino ese ilustre pensador, en fecha tan temprana como 1910, fijó el cuño distintivo de la lírica de Gastón F. Deligne, su eticismo y vocación psicológica? (3). ¿Quién sino Pedro Henríquez Ureña nos hizo advertir que el mayor mérito del bardo español José María Gabriel y Galán consistió en “haber cantado la naturaleza y la vida rústica con un sentimiento absolutamente suyo, personal y espontáneo, y con una filosofía clásica castizamente castellana”? (4). ¿Quién sino él atinó al sentenciar que la prosa del uruguayo universal José Enrique Rodó era “la transfiguración del castellano, que abandonado los extremos de lo rastrero y lo pomposo, alcanza un justo medio y se hace espiritual, sutil, dócil a las más diversas modalidades...?” (5)¿Quién sino su pluma nos forzó a escuchar con oídos nuevos “la armonía en tono menor, vagamente extraña, original y exquisita” de Rioja, el poeta que sucumbió al hechizo de las flores? (6). ¿Quién sino el maestro dominicano puso el dedo en la llaga cuando anunció a los cuatro vientos la juvenil sencillez del verso de Juan Ramón Jiménez, aeda cuyo “mar sonoro y su niebla fosforescente nos apartarán del mundo de las diarias apariencias, y sólo quedará, para nuestro espíritu absorto, la esencia pura de la luz y la música del mundo”? (7). ¿Quién captó mejor que Pedro Henríquez Ureña que Azorín trae un sentido nuevo al entendimiento de las letras españolas porque su individualismo “se dirige a la obra sin prejuicios, y en lo posible sin preconceptos, y la estudia como cosa individual y concreta, libremente, interpretándola por las enseñanzas que ofrezca en experiencia humana y en recursos literarios”? (8). ¿Quiénes sino el espíritu de justicia y la erudición del eminente investigador caribeño rescataron, frente al denuesto irreflexivo que la inercia repite torpemente, la verdadera significación de España en la cultura moderna de Occidente, haciéndonos reparar en que esa “nación conquistadora es la primera en la historia moderna, que discute la conquista”; que fue España la que “declaró la libertad del arte cuando en Italia el Renacimiento entraba en rigidez que lo hizo estéril; proclamó principios de invención y mutación que en Europa no se hicieron corrientes, como doctrina, hasta la época romántica”; que la denigrada España, en fin, supo enriquecer a Europa, no sólo con el oro de América, sino también porque “se convierte en maestra de la novela, como Italia lo había sido antes; crea con Inglaterra y Francia, el teatro moderno, que Italia inició, pero no llevó a pleno desarrollo; pone invención en toda especie de literatura”. (9).
Basten los ejemplos que he traído hasta aquí, espigando al azar en las páginas de Pedro Henríquez Ureña, porque el listado de citas podría prolongarse indefinidamente. Cuanto se ha expuesto muestra con soberana claridad que el singular humanista de América, siempre que ponía la mira en un autor o en un texto, colocaba el dardo en el centro de la diana.
Sin embargo, con lo esbozado en los párrafos que preceden, lejos estamos de agotar las sobresalientes virtudes del pensamiento crítico de Pedro Henríquez Ureña. Una de éstas es, sin discusión, su humanista talante... Prudente sería, a estas playas arribado, especificar lo que llamamos “humanismo” en la incansable y proficua meditación literaria del erudito dominicano:

Perfecto derecho tenemos a reputar de humanista su fecunda labor inquisitiva porque, para empezar, se erige sobre el postulado (a un mismo tiempo convicción, esperanza y certeza) de que el ejercicio literario y artístico fundan la civilización humana y constituye – en franca rivalidad con la opinión del vulgo – el motor de cualquier forma de desarrollo auténtico: Todo humanista tiene fe en la “importancia y los beneficios del arte”, y cree a pie juntillas en “la necesidad de desarrollar el sentido de la belleza como una de las virtudes que hacen grandes a los pueblos y superiores a los individuos”. (10) Semejante veneración de lo bello, antes que mera postura ideológica, es en Pedro Henríquez Ureña – disponemos de sus escritos para demostrarlo – ideal de vida que irradia en cuanta empresa intelectual acometió. Pero también merece el título de humanista dicho escritor porque gracias a su erudición vastísima y a su impecable formación clásica, arrastra siempre a la corriente del análisis conocimientos de muy distinto tenor y procedencia, asediando el tema sobre el que discurre desde trincheras plurales que le permiten aprehender finas gradaciones que a la mirada de otros ojos menos despiertos escaparon. Y, desde luego, no hay término más adecuado que el de “humanismo” para designar ese cardinal atributo de la facultad estimativa de Pedro Henríquez Ureña, que consiste en superar todo reduccionismo y tendencia a encorsetar el pensamiento en a prioris teóricos o en aparatosas metodologías y técnicas. Su buen sentido y poderoso olfato artístico abjuran del enfoque seco y críptico del especialista, quien suele apegarse, según soplen los vientos de la moda universitaria, a complicadas jergas académicas, no tanto en aras de rigor y exactitud, como para darse ínfulas de sabio que sólo con sus iguales accede a dialogar.

Los ensayos críticos de Pedro Henríquez Ureña no fueron concebidos con el fin de satisfacer a un puñado de doctos profesionales de la crítica, sino para servir de suculento manjar espiritual a cualquier hombre que, habiendo alcanzado un grado medio de cultura, se sienta atraído por el universo desconcertante y enigmático de la literatura y el arte. Pareja concepción de la exégesis, abierta en principio a todos nosotros ya que esquiva esoterismos verbales de cenáculos y peritos pero, a la vez, con todos exigente, dado el señorío al que el discurso accede y dada la hondura y sutileza de la observación escrutadora, se nos impone como epítome raramente igualado de excelencia, de esa excelencia que marca con su impronta de superioridad la faena del humanista auténtico.
Por otra parte, conviene poner de resalto que la crítica de Pedro Henríquez Ureña aspira a la plenitud de lo exhaustivo y terminado. Me refiero a que, tomando siempre en cuenta las peculiaridades de la obra inspeccionada, no se desentiende su estudio de ninguna de las tres fases esenciales de la sensata apreciación literaria, esto es, explicar, clasificar y juzgar. Puntualizo: No ha de entenderse que Pedro Henríquez Ureña nos ofrezca sus razonamientos críticos en el preciso orden que acabo de traer a colación. No. Explicación, clasificación y juicio surgen, se desarrollan y combinan una y otra vez en las páginas de sus ensayos al llamado oportuno de los temas e ideas tratados, proporcionándonos así el escoliasta una visión integral y coherente que, amén de despejar dudas, deshacer confusiones, combatir prejuicios y colmar lagunas, no pierde nunca el norte, que no es otro sino guiarnos con segura brújula de avisado piloto hacia las añoradas comarcas de la belleza y la verdad.

Echemos una ojeada – en punto a verificar cuanto hemos asertado en los precedentes renglones – sobre la investigación que Pedro Henríquez Ureña dedicó, en muy temprana data, al magistral Darío. En este luminoso trabajo hallaremos numerosos ejemplos de prosa explicativa, verbigracia cuando, a modo de preámbulo a su tesis del dominio métrico excepcional que cabe atribuir al vate nicaragüense, empieza por esclarecer, en enjundiosa síntesis, las vicisitudes del verso castellano desde la época barroca hasta el momento en que el padre del modernismo lo retomó al pulso de su mágica lira. Nos informa Henríquez Ureña:
“Han faltado en castellano, hasta estos últimos tiempos, versificadores que combinaran con igual éxito distintas formas: Villegas en el siglo XVII, Iriarte y Leandro de Moratín en el XVIII, Bello, Zorrilla, Espronceda y la Avellaneda en el período romántico, ensayaron combinaciones varias, pero por lo general fueron, como los más de nuestro idioma, poetas de endecasílabo y octosílabo. Antes de la aparición del modernismo, sólo a Bécquer puede citarse como no ceñido a lo tradicional; y el propósito de Bécquer no era crear formas nuevas, sino, como lo indica el carácter sutilmente espiritual de su poesía, eludir la forma” (11).
¿Se pueden desgranar los argumentos con mayor decoro, sencillez y soltura?... Y si tras la clasificación andamos, dichas páginas no tardarán en brindárnosla, como la que a continuación transcribo, en la que, con la noble discreción de pensamiento que le caracteriza, deslinda los diferentes jalones expresivos en la evolución poética del genial bardo centroamericano. Prestemos atención a su firme esbozo taxonómico:

“Cuantas para el artista sugestiones profundas, hay para el crítico estudios interesantes en el examen de las labores pasada y presente de Rubén Darío. Todos saben que este poeta se inició temprano en la vida literaria, en la década de 1880 a 1890, y bajo la influencia de los poetas españoles. Bien pronto cambió su orientación, deslumbrado por la literatura de Francia, principalmente por la de las últimas escuelas, y combinó ambas tendencias, equilibrando lo francés de las ideas con lo castizo de la forma. Pero desde Azul... el escritor se muestra gallardamente original; en Prosas Profanas es más personal aún, y hoy, en Cantos de vida y esperanza, es en un todo independiente, a la vez que más rico de erudición cosmopolita y de experiencia humana” (12).
No se puede pedir mayor tersura y poder de síntesis a este cuadro, que exhibe con dibujo impecable el saldo estético de las diversas etapas que, en la creación de Rubén Darío, para la fecha en que Pedro Henríquez Ureña estampaba tales conceptos, era posible desvelar.
En lo que concierne a la más empinada función de la crítica, el juicio valorativo, aunque sin abusar del mismo, jamás dejará de estar presente; y fácil será topar con su silueta de severos contornos, que repentinamente asoma en la caudalosa y límpida corriente de la disquisición. Extraigamos del ensayo que nos ocupa algunas contundentes valoraciones, que nadie en sus cabales se atrevería a rebatir:
“Rubén Darío es un renovador, no un destructor.”
“...las historias futuras consagrarán a Rubén Darío como el Sumo Artífice de la versificación castellana.”
“He definido la gracia como la cualidad primordial del estilo de Rubén: la gracia que suele adquirir, quintaesenciada, “la levedad evanescente del encaje”, y conlleva otra virtud que era (esta sí) casi desconocida en castellano: la nuance, la gradación de matices.”
Y, cosa de rematar la cuestión que nos entretiene, vaya este juicio, esculpido en el mármol de Paros del apotegma:
“El bardo debe ser vidente, debe ser la avanzada del futuro, y profetizar, como Almafuerte, ‘un mundo celeste, sin odios ni muros, ni lenguas, ni razas’. La civilización es el triunfo del amor” (13).
Por lo demás, el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña se muestra siempre comprensivo, hospitalario, cordial. Uno de los primores menos discutibles con que se adorna es su desdén por todo dogmatismo, sea éste de método, escuela o teoría. El temperamento sosegado y ecuánime de Henríquez Ureña, aunado a una sensibilidad a flor de piel, a la que no escapa ni el más insignificante matiz afectivo de la obra escudriñada, le permiten hacer gala de una amplitud crítica envidiable. No importa que los principios aceptados por el autor a cuya ponderación se aboca estén en los antípodas de sus más entrañables predilecciones; si el texto exhibe prendas estilísticas o brinda testimonio de humana y emotiva verdad, tales bondades no pasarán desapercibidas a la pupila escrutadora del exegeta. Su imprescindible espíritu, educado en la husma de la belleza, reacciona a los más variados timbres, tonos y modalidades de expresión. Es la suya crítica desprejuiciada, tolerante, porque procede de una mente que ha visto mucho y lejos, y que está presta, por consiguiente, a convivir con las inevitables miserias de la existencia sin dejarse por sus apremios doblegar.
En pocas palabras, la crítica de Pedro Henríquez Ureña no es la que José Enrique Rodó recusaba bajo cargo de “estrecha de criterio y nula de corazón”; sino la que, sean cuales fueren las doctrinas del autor criticado, se preocupa antes que nada “por el sentido y esencia de la obra”, y se identifica – hazaña de empatía – con el estado de alma, con el aroma que la página encierra (14).
Aseguraba el creador de Ariel y Los motivos de Proteo, que “Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto”. Acto seguido, matiza y da precisión a dicho pensamiento: “temperamento de crítico es el que une al amor por una idea o una forma de arte – nervio y carácter de sus juicios – la íntima serenidad que pone un límite a los apasionamientos de ese amor” (15).
Semejante definición ajusta como anillo al dedo a la reflexión estimativa de Pedro Henríquez Ureña. Porque, a fin de cuentas, cuando no se desea pecar de arbitrario al ponderar los valores de un texto, y nos mueve el propósito de hacer balance honrado de vicios y excelencias, es menester rehuir dos extremos nefastos: la ausencia de firmes normas e ideales, que conduce a los despeñaderos del exorbitado relativismo; tanto como el apego irrestricto a dichos ideales y normas, cuyo efecto sería ceñir el juicio a una estólida preceptiva de manual. El buen tacto crítico surge de la combinación armoniosa de un código estético, que marca el norte al escrutinio, con la serenidad y templanza que pone al espíritu en guardia frente a los desafueros y unilateralidades del gusto individual.
Así pues, virtud señera de nuestro investigador es el equilibrio. Pedro Henríquez Ureña descarta tanto el discurso apologético que atisba cumbres donde sólo hay planicies, como la actitud de mezquina censura propia del panfleto, a la cual Menéndez Pelayo, no sin sorna, identificaba con la transferencia al orbe de las letras de una represiva acción policial.
¿Se me solicitan pruebas del referido equilibrio? Nada más fácil que complacer semejante petición:
En su ya citado ensayo sobre Gastón F. Deligne, sentenciaba el lúcido humanista de Quisqueya, adoptando el tono perentorio de quien no abriga la menor incertidumbre acerca de la verdad que asiste a su reclamo: “esquivemos el método de los que juzgan a un autor por sus yerros y no por sus obras realizadas” (16). Él fue el primero en seguir al pie de la letra su propia exhortación. Mas con igual fervor se aparta del encomio inmerecido que prospera, a su entender, porque “La creencia romántica en la facilidad triunfa de la creencia científica en la precisión” (17); el resultado de tan aberrante conducta es siempre deleznable; y frente dicha mediocridad, se queja amargamente Pedro Henríquez Ureña, preguntando: “¿Cómo es posible escribir tan de receta? ¿Y cómo se ha podido elogiar eso tanto?” (18).
Si bien es cierto que la crítica del insigne dominicano no se encarniza con el descuido o el error, no lo es menos que, dado que no puede cerrar los ojos a los hechos, toma en cuenta la falta; empero, también es verdad que si aflora el genio en el estilo, o en el concepto irradia, con grande regocijo lo corona. La caudalosa generosidad de sus ponderaciones sólo es comparable a la implacable acuidad de su mirada, criba que ni el más insignificante desliz de forma o contenido logra atravesar.
De lo expresado da indicio fehaciente su labor exegética. Nada se oculta a su visión zahorí. En José Joaquín Pérez encarece su “personalidad de poeta lírico, sentimental, vigoroso y fecundo, complementada por una firme y amplia inteligencia.”; bardo capaz de brindarnos en La vuelta al hogar “el más intensamente lírico, el más rabiosamente optimista grito de júbilo que ha lanzado la voz de la poesía antillana” (19), Sin embargo, ello no le impide reconocer que la obra de su compatriota se resiente por carencia de “plan definido; de aquí un conjunto informe e incompleto, falta de propósito en algunos poemas y de armonía entre unos y otros, predominio injustificado de la fantasía unas veces, de la historia otras” (20).
Asimismo, pasando revista a la poesía cubana de principios de siglo, luego de comprobar que “En casi todos los buenos poetas contemporáneos de Cuba se descubren una individualidad definida y una tendencia filosófica avanzada”, nos asegura que “En este momento en que en la misma península se deciden los nuevos escritores a libertar el idioma de la anquilosis que lo amenaza, los poetas cubanos escriben todavía, los más, en estilo correcto, rígido, frío, falto de color y de las gracias leves y cambiantes de la retórica y de la métrica de la joven escuela americana” (21).
Y de un clásico de la monstruosa facundia de Lope de Vega, no se coarta para decir que “Crea su propio tipo de estilo fácil, que da a su poesía y a su teatro ventajas y desventajas: las ventajas de la rapidez; las desventajas de la repetición; a pesar de que en Lope la repetición es siempre con variaciones, hay monotonía en temas, procedimientos, imágenes y vocabulario” (22).
En suma, es la de Pedro Henríquez Ureña crítica que emana de un profundo sentido común alquitarado en el formidable alambique de su inmensa cultura... Y ya que la palabra cultura se deslizó subrepticiamente a la cuartilla, aprovechemos la ocasión para considerar, a punto largo, uno de los reproches que con más frecuencia hace Henríquez Ureña a los escritores jóvenes de su tiempo, a saber, que suelen leer poco, preocupándose demasiado por lo que está de moda y descuidando el venero de la tradición. Oigamos lo que en el tomo a dicho problema comenta a su fraternal amigo y eximio ensayista Alfonso Reyes: “ahora los escritores han vuelto a creer, como Juan de Dios Peza, que la cultura mata la originalidad y no leen; y el público en general ha bajado de nivel en sus lecturas, aunque los lectores son más que antes en número” (23). Y en otra carta de fecha muy anterior, dirigida al mismo Reyes, se queja de que a los escritores de Cuba “les falta todavía leer trescientos volúmenes fundamentales, leyendo uno diariamente, y sostener treinta y siete discusiones sobre el problema del conocimiento” (24).
Íntimamente vinculado con el tema de la cultura hallase la creencia de nuestro autor en la bienhechora influencia del canon. Hoy día, cuando en todas las arenas del pensamiento un relativismo disolvente, fruto de la erosión sufrida por el principio de autoridad, introduce el caos y la incertidumbre en el territorio de la valuación literaria y artística, la apelación de Pedro Henríquez Ureña a que tomemos en cuenta las jerarquías creadoras y no dejemos de inspirarnos en los modelos excelsos de la tradición occidental, conserva una actualidad y vigencia todavía mayores que en el momento en que hacía su exhortación el escoliasta.
El denodado empeño de la crítica actual por convencernos que no existen normas de universal validez que, en materia estética, faculten para determinar el mérito o la ausencia de mérito de la obra, ha fomentado la especiosa noción de que la apreciación artística es reino donde ejerce soberanía absoluta el aleatorio gusto de cada quien; postulado insostenible y deletéreo que, al demoler dignidades creadoras y paradigmas literarios, instaura en la esfera de la interpretación el dogma de laissez faire, axioma de inconfundible pinta anárquica que pone en entredicho la posibilidad misma de la sería cala y cata de excelencias, y, para empezar, la de quienes bajo semejante hipótesis se cobijan.
No es preciso hacer alarde de perspicacia para comprender que, a falta de pautas de belleza y escalas de valor en cuyos hombros depositemos nuestra confianza – independientemente de las predilecciones de los individuos –, los cimientos de la crítica se verán por completo minados. En efecto, si no hay forma de establecer con razonable exactitud cuando un juicio cualitativo atina y cuando no, porque la caprichosa tiranía del gusto (que no requiere de justificación ni explicaciones) es la única que prescribe, ¿cuál podría ser la misión de los críticos?; ¿qué provecho extraer de su trabajo? Si la opinión del lego vale lo mismo que la del conocedor, la del hombre sensible lo mismo que la del bellaco, y la del amante del arte lo mismo que la del que se muestra a su embeleso indiferente o refractario (conclusión a la que ineluctablemente arriba quien se tome la molestia de llevar a sus últimas consecuencias lógicas el principio relativista de que parte – en teoría – la exégesis contemporánea), si esto es así, ¿por qué perder el tiempo juzgando autores y obras? ¿por qué derrochar nuestras preciosas “horas de estudio” en tan ocioso menester?
Ante la realidad expuesta, los aristarcos de nuestros días optan por imitar al avestruz; y, con muy mala conciencia, se aferran al expediente hipócrita que consiste en decir una cosa y hacer otra; escudados tras el recurso de la simulación, encubren con lenguaje alambicado y pose doctoral, que intenta exhibir afeites de ciencia, preferencias subjetivas cuyo blasón, al ser mantenidas dichas preferencias en vergonzosa clandestinidad, nada respalda.
Pedro Henríquez Ureña no se ruboriza por pensar que hay obras maestras; que el buen crítico es el que más las ama y mejor las conoce; y que la función principal de una crítica sana consiste en contagiar al lector, espontáneamente inclinado a los arrobamientos del espíritu, con el entusiasmo por la dignidad de la palabra y la nobleza de la forma, despertando así su apetito de lectura y su ansia de contemplar los portentos de la creación humana.
En las cavilaciones recogidas bajo el encabezamiento de Caminos de nuestra historia literaria, compendia magistralmente Pedro Henríquez Ureña cuanto hemos expresado acerca de las bondades del canon. He aquí las palabras del maestro:
“Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombre centrales y libros de lectura indispensables.”
“Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hacer; tragedia común en nuestra América. Con sacrificios y hasta injusticias sumas, es como se constituyen las constelaciones de clásicos en todas las literaturas. Epicarno fue sacrificado a la gloria de Aristófanes; Gorgias y Protágoras a las iras de Platón.”
“La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos pocos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó” (25).
Paladina verdad, que cae por su propio peso, es la de que parejo catálogo de “nombres centrales”, elaborado en los albores de este siglo, requiere notoria ampliación en los días que corren. No en balde surcamos las postrimeras aguas del siglo XX. Pero lo importante es que lejos de haber caducado, permanece intacta y más merecedora que nunca de atención, la idea de que, en literatura, es preciso instituir jerarquías estéticas, y que no proceder de ese modo es error grave que lleva a desesperante pandemodium.
De lo apostillado en los conceptos que anteceden, fácil será colegir también que para Pedro Henríquez Ureña la ocupación del crítico cumple un propósito preponderantemente didáctico. Enseñar, orientar, auxiliar al lector a discernir los primores del texto es su insoslayable cometido. De ahí que la exigencia de rigor en el pensamiento, elevación en el ideal, decoro y contención en la expresión del sentimiento, y, sobre todo, claridad expositiva, acuda a sus páginas una y otra vez, tema privilegiado de deliberación.
De hecho, el persistente reclamo de Pedro Henríquez Ureña al cultivador de la prosa analítica para que, dejando a un lado la maleza, se acoja al estilo terso y sencillo, tiene, a nuestro entender, tres causas ostensibles: La primera se relaciona con su temprana, casi precoz formación clásica. Como el mismo Henríquez Ureña confesaba, “creo que todo el mundo gusta de aquello en que se educa” (26); y él se educó en la veneración helénica y latina por los nítidos contornos y las transparencias expresivas. La segunda es menester endosarla a una dimensión fundamental de su carácter, sobre la que los muchos escudriñadores que se han aproximado a sus textos han estado de acuerdo: la serenidad. Y la tercera, en parte consecuencia de las dos anteriores, en parte reacción defensiva contra una morbosa tendencia de su época y del idioma castellano, no es otra sino su casi visceral rechazo al sanchopancismo que, en literatura, suele hallar refugio en la verbosidad y la improvisación.
A esta última dirige sus baterías cuando, censurando los vicios de la escritura de Castro Leal, expresa: “El escritor español ha sido casi siempre improvisador, (...) Y le hace falta más experiencia, más aplomo, más bases que le permitan una constante y segura referencia a la vida; menos juicio analítico a priori; más Holmes, más Stevenson” (27). Y en lo que hace al estilo intrincado, son constantes sus admoniciones. Extraigamos una, a modo de ilustración, de su reveladora correspondencia con Alfonso Reyes: “Diré a Francisco José tus observaciones sobre su enrevesamiento. Yo vivo predicándole claridad. Yo no sé por qué las gentes en quien yo influyo escriben de modo tan contrario al mío y que luego el vulgo me achaca. Así pareces hacerlo tú mismo con el de Francisco José. Te aseguro que es enteramente espontáneo, y que yo vivo diciéndole que me escriba cartas inteligibles, y que escriba artículos claros” (28).
Claridad, he aquí la palabra suprema, aquella de la que no cabe prescindir en una circunspecta ponderación del ideal literario de Pedro Henríquez Ureña. La marcada propensión a la tersura estilística, a la sencillez elocutiva, cobra en dicho autor carácter poco menos que obsesivo. De ahí su confesión: “Es verdad que a mí me turba un poco lo críptico: ¿por qué será? Es una peculiaridad que nunca he visto explicada: hay espíritus con delirio de claridad y espíritus con delirio críptico” (29). El suyo, por descontado, es un espíritu con delirio de claridad. Claridad que en el fondo nos remite a una empeñosa búsqueda de esencias; a la recusación de cuanto vano, inflado y adocenadamente docto pueda germinar en la escritura. Guerra a la hueca retórica es su divisa. Pues de la facundia suelen nutrirse la necedad, el lugar común, el facilismo y la carencia de orden y precisión. Con la apodíctica sobriedad que jamás le abandona, Pedro Henríquez Ureña ase al toro por los cuernos en sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión, cuando señala: “en cualquier literatura el autor mediocre, de ideas pobres, de cultura escasa, tiende a verboso; en la española tal vez más que en ninguna” (30). Empero, lo contrario también es verdad: la transparencia expresiva reclama una cabeza muy bien plantada sobre los hombros. Porque el peligro de la prosa diáfana es que las ideas se nos presentan en ella tal cual son, desnudas, de modo que el más nimio tropiezo lógico o desmayo de estilo llama de inmediato la atención. Por tal motivo, el pensador antillano advierte con su habitual perspicacia: “Si no se tienen cosas que decir, de calidad como France o Valery, el “estilo claro” está en riesgo de insignificancia” (31).
O sea, la transparencia elocutiva es don y privilegio de inteligencias de viso, de mentes proceras, indicio indubitable de robustez espiritual... Y como semejantes virtudes no abundan en los tiempos que vivimos, sino que, por el contrario, prolifera en la crítica en boga el esoterismo cientificista o la gárrula vacuidad, no es posible eludir la impresión de que nos hallamos ante un panorama de decadencia intelectual y moral que justifica plenamente los temores de Pedro Henríquez Ureña cuando, lanzando su mirada de hierofante al porvenir – nuestro presente –, se preguntaba: “Ahora que parecemos navegar en dirección hacia puerto seguro, ¿no llegaremos tarde? ¿El hombre del futuro seguirá interesándose en la creación artística y literaria, en la perfecta expresión de los anhelos superiores del espíritu?” En el mismo párrafo, algunas líneas después, añade con presagiosa nostalgia el escritor: “El arte y la literatura de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua función trascendental; sólo nos va quedando el juego... Y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío (32).
La entera obra de Pedro Henríquez Ureña cabe ser conceptuada porfía descomunal, heroica, por rescatar al pensamiento del hastío y la intrascendencia que hoy nos agobian, y que él, mejor que nadie vaticinó. Su apasionamiento por la pureza expresiva, en ese contexto debe ser situado. El anhelo de pulcritud verbal, sus testarudas insistencias en evitar preciosismos y hurtar el cuerpo a la ampulosidad y al efectismo retórico, se orientan hacia un único y supremo horizonte: la dignificación del espíritu humano.
Existen dos modos de escribir (siempre han existido) que me tomaré la libertad de bautizar “terráqueo” y “olímpico”. La primera modalidad estilística es inexorablemente romántica; clásica, sin asomo de incertidumbre, la segunda. Tanto en las filas terráqueas como en las olímpicas, militan autores indispensables, mentes originales y sólidas, insuperables artistas de la palabra. Sin embargo, la excelencia que todos ellos comparten no es óbice que nos impida colocarlos con absoluta seguridad en una de las dos clases mencionadas... La nota distintiva del escritor terráqueo es su desconcertante propensión a trasladar a la plástica superficie del lenguaje su propia fisonomía espiritual, las ondulaciones entrañables del alma. Diera la impresión de que en dichos escritores el estilo es siempre una prolongación tangible, casi corporal, de la persona. La escritura no se distingue en ellos de una función orgánica. Brotan las ideas de su pluma como chorrea el sudor por la piel. Son autores sintomáticos. No pueden dejar de exhibir el rostro, de desnudar la intimidad en cada recodo de la frase, a la vuelta del párrafo. Sobre el cimbreante lomo de la metáfora. Están estos escritores hechos de tics, de gestos elocutivos que reconocemos como suyos y solamente suyos, mediante los cuales la personalidad aflora, se nos impone, nos desafía.
En contraposición, el escritor de linaje olímpico asume una postura intelectiva, afectivamente distante, merced a la cual lo singular se diluye, los perfiles del yo son sistemáticamente escamoteados y el ademán verbal idiosincrásico puesto en sordina. La actitud olímpica conlleva un radical desprendimiento. El autor que a esta modalidad expresiva responde, gusta y sabe separar la propia persona, en cuanto complexión psíquica individual, de su discurso, haciendo que la palabra se adapte como guante flexible a las particulares modulaciones del tema y al oleaje sugerente de los conceptos. Jamás convierte al estilo en medio para retratar, con lírica arrogancia autobiográfica, el íntimo semblante (33).
A esta olímpica manera de escribir se refería, calificándola de nueva, Pedro Henríquez Ureña en su notable ensayo titulado Ariel. Dicha manera, que él encomia en José Enrique Rodó, es, según sus propias palabras, citadas páginas atrás, “la transfiguración del castellano que abandonando los extremos de lo rastrero y lo pomposo, alcanza un justo medio y se hace espiritual, sutil, dócil a las más diversas modalidades, como el francés de Anatole France o el inglés de Walter Pater o el italiano de D´Annunzio.
Pero ese “estilo nuevo”, que parecía nuevo porque en la época en que Henríquez Ureña cavilaba sobre semejantes tópicos predominaban, indiscutidos, el gemido romántico y la pompa marcelinesca, era, en realidad, viejísimo. Era el estilo al que siempre ha aspirado la sensibilidad clásica, y que el maestro dominicano definió acertadamente como “el estilo que deja de ser el hombre para ser más definidamente su intelectualidad, aislada de su personalidad en cuanto ésta sea obstáculo para la justicia y la pureza de la expresión” (34).
Dicha cita substancia las virtudes que alienta la prosa de Pedro Henríquez Ureña. Prosa elegante sin ostentación, sencilla sin ascetismo, dúctil sin blandura, tonificante y erguida sin aspereza; prosa sobria y grave que no empece su prosapia intelectual, evita la marmórea frialdad del raciocinio porque la nutre una subterránea corriente de lirismo y ternura; prosa concentrada y jugosa que ni se adorna con afeites postizos, ni se rehúsa a la caricia tibia de la imagen o a la pincelada de color del epíteto cuando tales mecanismos retóricos contribuyan a poner de manifiesto las palpitaciones de la idea; prosa, en fin, signada por la gracias y la armonía, prodigio de equilibrio y sostenida alcurnia espiritual... Y de ella, siempre ausentes, la virulencia, el jugueteo y la ironía... Para describirla imposible no recurrir a la categoría de lo “clásico”.

NOTAS
1.                            Émula de la llama, en Paz, Octavio, México en la obra de Octavio Paz II, 2. Modernistas y modernos, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1989, p. 11.
2.                            Juan Ruiz de Alarcón, en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos (Selección), Biblioteca Taller 67, Ed. Taller, Sto. Dgo., R.D., 1976, p. 181-196.
3.                            Gastón F. Deligne, en o.c., p. 47-79.
4.                            José María Gabriel y Galán, en o.c., p. 47-79.
5.                            Ariel, en o.c., p. 83-97.
6.                            Rioja y el sentimiento de las flores, o.c., p. 231-237.
7.                            La obra de Juan Ramón Jiménez, en o.c., p. 153-162.
8.                            En torno a Azorín, en o.c., p. 165-178.
9.                            España en la Cultura moderna, en o.c., p. 223-231.
10.                        Ariel, en o.c., p. 18.
11.                        Rubén Darío, en o.c., p. 64.
12.                        Ibíd., p. 64.
13.                        Ibíd., p. 72.
14.                        Rodó, José Enrique, obras completas. Aguilar, Madrid, 1957, p. 755.
15.                        Rodó, José Enrique, obras completas. Aguilar, Madrid, 1957, p. 801.
16.                        Gastón F. Deligne, en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos (selección), Biblioteca Taller 67, Ed. Taller, Sto. Dgo., RD., 1976, p. 85.
17.                        Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo, tomo III, Publicaciones de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, Sto. Dgo., RD., 1983, p. 376.
18.                        Ibíd., p. 366.
19.                        De mi patria, Pedro Henríquez Ureña, Publicaciones de la Secretaría de Estado de Educación, Vol. III, Sto. Dgo., RD., 1974, p. 97-103.
20.                        Ibíd., p. 97-103.
21.                        El modernismo en la poesía cubana, en Pedro Henríquez Ureña. Ensayos (selección), Biblioteca Taller 67, De. Taller, Sto. Dgo., RD., 1976, p.10.
22.                        Lope de Vega, en o.c., p. 257.
23.                        Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo, tomo III, Publicaciones de la UNPHU, Sto. Dgo., RD., 1983, p. 251.
24.                        Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo, tomo II, Publicaciones de la UNPHU, Sto. Dgo., RD., 1981, p. 76.
25.                        Caminos de nuestra historia literaria, en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos (selección), Biblioteca Taller 67, Ed. Taller, Sto. Dgo., RD., 1976, p. 123.
26.                        Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo, tomo III, Publicaciones de la UNPHU, Sto. Dgo., RD., 1983, p. 251, 268.
27.                        Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo, tomo II, Publicaciones de la UNPHU, Sto. Dgo., RD., 1981, p. 48.
28.                        Ibíd., p. 140.
29.                        Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo, tomo III, Publicaciones de la UNPHU, Sto. Dgo., RD., 1983, p. 335.
30.                        Seis ensayos en busca de nuestra expresión, en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos (selección), Biblioteca Taller, Ed. Taller, Sto. Dgo., RD., 1976, p. 128.
31.                        Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo, tomo III, Publicaciones de la UNPHU, Sto. Dgo., RD., 1983, p. 336.
32.                        Seis ensayos en busca de nuestra expresión, en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos (selección), Biblioteca Taller, Ed. Taller, Sto. Dgo., RD., 1976, p. 119-120.
33.                        Ejemplos de escritores “terráqueos” serían José Martí, Miguel de Huna uno, Víctor Hugo, Sarmiento; escritores “olímpicos”, Valery, Ortega y Gasset, Federico de Onís, y el mismo Pedro Henríquez Ureña.
34.                        Ariel, en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos (selección), Biblioteca Taller 67, De. Taller, Sto. Dgo., RD., 1976, p. 14.



Naufragando con Platón 

       Si por obra de la fortuna caprichosa me arrastrase un mal día el oleaje de una hipotética borrasca hasta una isla desierta, y en tan desventurado trance no contara yo sino con un único libro para llenar las infinitas horas de ocio a que la forzada soledad en ese remoto paraje me reduciría, anhelaría que dicho libro no fuera otro que la compilación de los treintitres diálogos platónicos.
   Copia de razones tengo para semejante elección... Veamos de mostrarlo: A nadie a quien asista un mínimo de sensatez se le ocultará que la referida obra es una de las cumbres indiscutibles del pensamiento occidental; texto ya que no canónico, sí, desde luego, arquetípico, emblemático y definidor de la vida intelectual tanto de ayer como del presente, al punto de que a cierto agudo filósofo contemporáneo cuyo nombre mi ingratitud olvida no le tembló el pulso cuando afirmó -acaso exagerando un poco- que toda la indagación filosófica posterior a los escritos del fundador de la Academia no pasaba de ser una nota al pie de página a los diálogos del preclaro ideólogo ateniense.
   Lo cierto es que si por mano de la suerte los escritos de Platón me hicieran compañía en la deshabitada isla a la que, como antaño le sucediera a Ulises, me arrojara el azar o la inquina de los dioses, puedo asegurar que no tendría tiempo de aburrirme y ello a resultas de lo que voy apresuradamente a mencionar:
   La obra del insigne discípulo de Sócrates es un manantial inagotable de ideas cuyo valor no estriba simplemente en la verdad o falsedad que se nos ocurra adjudicarles desde el cómodo belvedere de los conocimientos actuales (a los que la ciencia ha llegado casi dos mil quinientos años después que el genial metafísico nos legara su irreemplazable reflexión), sino que la vigencia y eficacia de sus planteos tiene que ver, hasta donde me lo hace vislumbrar la medianía de mi ingenio, con esa increible capacidad de su cavilación para demoler certezas arraigadas en la costumbre, prejuicios y lugares comunes, señalar rumbos inéditos y despertar -ya sea porque aceptemos sus propuestas o las rechacemos de plano- un tumulto de expectaciones e inquietudes... ¿Cabe acaso exigir de un filósofo algo mejor que eso?
   Y por si fuera cosa de poco el juicio que acaba de resbalar por los puntos de mi pluma, procede otrosí traer a la tribuna de esta cuartilla hospitalaria -en ello va nuestro crédito- un descollante atributo que ha dado mucha tela que cortar de los diálogos de marras, el cual consiste en su extraordinaria variedad temática y su no menos sólido y elocuente entramado especulativo.
   Por lo demás y sin perjuicio de volver sobre lo dicho, dos cualidades supremas de la obra monumental que nos ocupa sería imperdonable descuido o liviandad dejar en el tintero... una de ellas es que Platón -cuando menos a mí- no solo me ilustra y acicatea por lo que hace al pensamiento, sino que también me divierte. Platón es entretenido. La manera como Sócrates en ciertos diálogos envuelve, confunde y logra que sus interlocutores se contradigan partiendo de las premisas y puntos de vista de estos, es ciertamente motivo de hilaridad que añade vivas pinceladas de color a los asuntos abstractos -cuando no abstrusos- que en tales diálogos suelen debatirse. El recurso a la dramatización propio de dicho género, en el que Platón es maestro consumado, agrega un toque de gracia y de humana palpitación a las disquisiciones en tantos aspectos laboriosas e intrincadas con las que en sus páginas topamos, lo cual, dado el escasamente profesional abordaje en materia filosófica del que estos renglones borrajea, no puedo sino agradecer.
   Y para concluir -es la segunda cualidad que mencionara en el párrafo que antecede- está la vis poética, esa su incomparable belleza en el decir; esa  límpida expresión que amén de lúcida y rigurosa nos llega como efervescente e iluminada desde los hontanares del espíritu... Entreverar belleza discursiva, insuperable poder de seducción y reciedumbre conceptual es hazaña creadora que, sin no me pago de apariencias, en vano la rastrearíamos en los escritos del resto de los más preclaros filósofos que en el mundo han sido.
   Creo, pues, ir asistido de razón al escoger para animar la soledad en mi desierta isla los espléndidos diálogos platónicos, sobre cuya probada actualidad y validez dos milenios y medio de constante lectura por parte de quienes le rinden el tributo de la adoración o el homenaje de su aborrecimiento no permiten que alberguemos incertidumbre, vacilación o duda.


Tiempos de tormenta 

                                                                      

               No hay que hacer alarde de portentosa lucidez para constatar que el mundo que nuestros ojos perciben, éste al que el azar –que es el otro nombre de la fatalidad- nos arrojara, lejos, muy lejos está de ser un aromático y acogedor vergel florido. En efecto, no precisa de laboriosa erudición ni de obcecada penetración conceptual comprobar, porque salta a la vista, que el período histórico que nos ha tocado vivir, si en algo se muestra prolífico es en hechos, prácticas y costumbres de naturaleza tal que antes que inducir al sosiego y la calma al ánimo escarmentado de la humana criatura, provocan en medida creciente justificadas alarma, angustia y desazón.
               Con engreimiento perfectamente asumido pretendo incluirme en el escaso cuanto vilipendiado número de aquellas plumas perturbadoras que cuando escriben entregan, junto con las ideas el alma, porque han aprendido a hablar no en el bullicioso almacén donde se expenden las baratijas literarias de papel y tintero ni en la encopetada escuela de la pedantería académica, sino en la más rigurosa universidad que quepa sobre la faz de la tierra hallar: la de sus dolorosísimas y sangrantes desgarraduras.
               …Que sólo en el sufrimiento y la agonía florecen las fecundas verdades. Sobre esta hoja de papel no me he inclinado pues para estampar insustanciales fruslerías, para entretener o consolar, ni para conquistar, haciendo acopio de acrobacias retóricas y centelleantes fuegos de artificio, la demasiado solicitada atención de un lector superficial, esquivo y renitente. Acudo a la palabra, a este tozudo y lapidario verbo que como lava ardiente de volcán de mi pecho escapa con la sola intención de exhibir lo que casi nadie desea contemplar: la oscura flor de la amargura, el espinoso y emponzoñado ramillete del espanto, el desvalimiento y la desolación…
               ¿Qué busco, qué me propongo al poblar la inerme cuartilla con tan sombrías cavilaciones? ¿No sería más aconsejable acaso -podríase argüir- que en lugar de fijar la mirada con malsana insistencia en las excrecencias y tumores de la realidad en la que estamos inmersos (y que por lo mismo se basta y sobra para mortificar a cuantos la experimentan), no sería, repito, más oportuno que vuelva el rostro hacia parajes menos hirientes, cosa de no añadir con mis ácidos juicios lobreguez y tinieblas a una existencia ya de por si sobradamente caliginosa? En otros términos, ¿por qué no convertir la escritura en una suerte de analgésico, en una lenitiva dosis de anestesia con la que contrarrestar la inhóspita circunstancia de vivir en el infortunio, por qué no acudir a ella con el fin de propiciar, aunque solo sea por un breve instante, el reparador olvido de lo desventurada y penosa de nuestra humana condición?
               Pues bien, no; mi conscience malheureuse me impide en tanto que pensador que ni con la impostura ni la superchería transige, ejercitarme en la tarea harto socorrida y practicada por multitud de infatuados dómines de colocar paños tibios en la herida que reclama urgente intervención quirúrgica. Que otros se afanen entonces tras ese deleznable objetivo. Yo vine a hablar desde los hontanares de la desesperación, desde el agobio, la incertidumbre y la zozobra. Y el que no desee escucharme que siga su camino, que a donde quiera enrumbe sus pasos topará -no es de dudarlo- con innumerables labios y gargantas hábiles en prodigar anodinas propuestas de edulcorado cariz, propuestas a las que esta péndola mía, huraña en exceso, se reconoce por entero refractaria.
               No sé vivir con los ojos cerrados; es esa una destreza de la que siempre he carecido. Pero tenerlos abiertos es hoy por hoy pesadísima condena. Porque no otro nombre cabe conferir al hecho de verme compelido a observar y contabilizar detenidamente las purulentas llagas de una civilización que naufraga en su propia inmundicia. No es placentero el espectáculo del oprobio y la abyección. Ninguna satisfacción procura la visión de las mil y una lacras y aberraciones a las que tantos hombres y mujeres son afectos y a resultas de lo cual han perdido por modo irrecuperable la noción de su propio decoro y dignidad. No es empresa gratificante la de advertir y repudiar los desafueros, desmanes y perversiones a las que la sociedad contemporánea ha dado con beneplácito entrada y, si no me equivoco, alojamiento permanente.

               La ignominia, la ruindad, la vileza nos arropan. Hora es ya de levantar la voz y decir ¡basta! Hemos perdido el rumbo y corre la humanidad el riesgo de hundirse en el cenagal pestilente que los innobles y contrapuestos intereses y ambiciones desmedidas de quienes la conforman procrearan… ¡Basta!, que si bien estoy en autos de que apenas me asiste esta palabra solitaria y desnuda para enfrentar la ominosa sordidez de cuanto me rodea, mientras no falte aliento a mis pulmones no cejaré de resistir y rebelarme. Soy el insignificante pero contumaz vindicador de una quimera, el maltrecho adalid de un pisoteado y exánime ideal…, el ideal de que el hombre es, si algo es, sus valores, su capacidad de auto-trascenderse; todo lo demás, todo lo material podéis arrebatárselo y seguirá siendo hombre. Mas no lo despojéis de su espíritu, allí donde frutecen los más elevados proyectos y aspiraciones, porque entonces, desprovisto de alma, habiendo abandonado su humana naturaleza, degenerará en el feroz animal cuyos roncos aullidos he creído escuchar aterrorizado en mis noches de insomnio… ¡Basta!



De la necesidad de hacer literatura



Acaso proceda dar inicio a las cavilaciones con que de inmediato me propongo importunar al confiado lector, disculpándome por allegar a la complaciente palestra de esta cuartilla un tema que si de algo no puede presumir es de novedoso. En efecto, no bien tomé la pluma para descoger las ideas de uno de mis acostumbrados excursos, cuando me vi asaltado por la súbita consideración de que no por trillada, de que no por manoseada al extremo de parecer incursa en trivialidad, la cuestión que atañe a la naturaleza, importancia y función social de la literatura ha dejado de tener relevancia. Y como otrosí me asiste la convicción de que sólo los asuntos que poseen relieve y trascendencia obligan a llover sobre mojado,  el hecho de que se hayan derramado barriles de tinta en el empeño de elucidar cuál es la índole, alcance y principalidad del quehacer literario, lejos de figurárseme autorice a que nos desentendamos de pareja inquietud, me induce, muy al contrario, a sospechar que el asunto que no sé por qué inopinada razón estamos sometiendo a debate pertenece a la clase de los que, por mucho que los fatiguemos, nunca perderán vigencia, interés ni actualidad.

                Así pues, suponiendo que no sean palabras fuera de propósito las que a partir de este momento estampará mi cálamo, entiendo que servirá en mucha parte al objetivo que persigo aclarar que las mismas no tienen otra intención sino exponer lo que mi experiencia de escritor –ya demasiado dilatada- me ha enseñado… Quiere esto decir que las reflexiones, melancólicas por demás, con las que topará el lector en los párrafos que siguen, se explayarán acogidas a un enfoque de carácter inevitablemente testimonial. Aun cuando la expresión de la vivencia, de lo que se ha sentido y pensado y pretendido y fantaseado carezca de valor probatorio alguno, lo cierto es que en materia tan compleja y grave como la que nos ocupa –sobre la que se ha discutido y diagnosticado en medida tal que resulta al día de hoy de todo punto improbable plantear conjeturas inéditas u originales al respecto-, a buen seguro que la perspectiva confesional a la que me he avecindado, no por excesivamente subjetiva deja de exhibir un muy acentuado cariz de didáctica ejemplaridad… , de modo que a falta de vindicarla con acopio de páginas y sesudas teorías, como quizás hubiera sido menester en problemática de semejante monta y entidad, ensayaré relatar a humo de pajas de qué manera mi visión acerca de lo que la literatura es y significa fue variando con el implacable discurrir de los años.
               En la remota juventud, cuando ondeaba en mi cabeza tupida melena color castaño en la que no era posible espigar ni la sombra de una cana y ninguna arruga agraviaba la piel lustrosa de mi rostro, yo estaba convencido de que la escritura literaria era útil en el sentido estricto y práctico del término; creía que por su medio era viable transformar la sociedad y hacer de la criatura humana un ser más digno, espiritual y noble. Tenía fe –vaya usted a saber por qué- en la esencial virtud moral de la palabra hermosamente concebida, y hasta llegué a pensar –candidez que rayaba en el desatino- que era factible y necesario izar la poesía a modo de oriflama emblemática, con la mira puesta en combatir –pluma en ristre de caballero sin cabalgadura- la ruindad y el oprobio y en edificar sobre los escombros del funesto pasado un mundo más halagüeño, decoroso y radiante.
               He aquí, sin embargo, que fueron resbalando los años impiadosos con celeridad  que, siempre que echo la vista atrás, me sorprende y aturde; y fui cayendo en cuenta de que la optimista imagen que sobre la eficacia socialmente rehabilitadora de la creación literaria había en mi mente forjado, carecía de fundamento.
               De una parte, me percaté que no bastaba acuñar sobre el papel verdades luminosas desde los hontanares de la pasión surgidas para derribar los muros demasiado espesos de la ignorancia, la desidia y la estolidez; de la otra, reparé en que la belleza, ese ideal al que consagraba mis afanes más puros, era deidad venida a menos a la que la populosa muchedumbre, entretenida con el Moloch de la vulgaridad, no prestaba la menor atención; y por último, -esto fue lo peor- me apercibí de que George Steiner daba en el clavo cuando argumentaba que “actualmente tenemos suficientes pruebas de que la sensibilidad y la producción artística no representan un obstáculo para la barbarie”…
               Y me  dije, ¿qué puede el frágil cristal del verso contra la descarnada sevicia de las bombas que destrozan y mutilan a miles de víctimas inocentes?; ¿qué puede el espléndido arrebato de una límpida prosa contra el fanatismo y la intolerancia que no se inmutan ante el genocidio de signo étnico o religioso y antes bien acuden con ciega ferocidad a las más censurables prácticas terroristas?; ¿qué puede el dulce canto del aeda frente al hambre y desvalimiento de tantos millones de seres humanos a los que la codicia institucionalizada  del capital financiero ha condenado a la mendicidad y al sufrimiento?
               Fue entonces cuando, agobiado por el desencanto, hundido en un viscoso piélago de impotencia y de ira, escribí las páginas más sombrías que hayan brotado de mi pluma, a las que titulé “Memorias del desamparo”…
               Toqué fondo. No cabía ir más abajo. Luego, poco a poco, torné a la superficie y  respiré. Fue cuando por fin entendí la necesidad, la indispensabilidad de la escritura literaria: porque se puede vivir en un mundo ruin y despreciable siempre y cuando quede abierta una puerta en algún lugar del alma  donde encuentre abrigo la esperanza… Hacer literatura es resistir; hacer literatura es rebelarse; hacer literatura es decirle no a la inhumanidad y al salvajismo; hacer literatura –ahora lo sé- es gritar: Señores de la muerte, la abyección y el despojo, podéis destruirme y quitármelo todo; pero lo que jamás lograréis será arrebatarme el deseo de imaginar una vida mejor. Soñar las utopías es mi oficio. Sólo por eso escribo, porque es necesario e impostergable defender los derechos del sueño.


Yo el dinosaurio 

  En el positivista siglo XIX –casi ayer-, siglo obsesionado, entre otras cosas,  por el conocimiento del pasado, fue cuando –no hay persona medianamente cultivada que no lo sepa- para irritación que lejos de remitir aumenta de los belicosos devotos de las confesiones integristas de toda laya que, haciendo caso omiso de las evidencias abrumadoras que la investigación sobre nuestros remotos orígenes ha sacado a la luz, se afanan todavía en persuadirnos, acogidos a una infantil interpretación literal de la Biblia, de que somos los vástagos de la pareja primordial que Jehová moldeara confiriéndole vida y a la que, en razón de su malsana curiosidad expulsó sin contemplaciones del Paraíso…, fue, decía, en esos cruciales años decimonónicos cuando el aborrecido Carlos Darwin –figura siniestra si las hay para los “creacionistas” de las populosas congregaciones religiosas cuya visión retrógrada acabo de traer a colación- propuso su teoría de la evolución natural de las especies, entre ellas la humana, explicación que en esencia –retocada, perfeccionada- sigue siendo hasta donde estoy enterado de universal aceptación entre los  entendidos en la materia. Y no es de sorprender que fuera durante el decisivo período de los mil ochocientos, en que el interés de sabios e intelectuales se volcaba, como ya señaláramos al comienzo de estas apuntaciones, hacia los predios del ayer, cuando ciertos escudriñadores de sólida reputación se consagraron por vez primera a la tarea de analizar seriamente restos óseos que por azar habían aparecido en algunos parajes de Europa, los cuales –estimulante enigma- pertenecían a criaturas extrañas, gigantescas algunas de ellas, de las que no se tenía noticia y que sin lugar a dudas se habían extinguido cientos de miles de años atrás.
                  …Bueno, eso de que no se tenía noticia de la existencia de huesos de animales de tan rara cuanto amenazadora traza no es enteramente cierto. En la China exótica y legendaria, por vía de ejemplo, los que topaban con esa suerte de despojos –cosa para nada infrecuente- creían estar contemplando el esqueleto de un dragón; mientras que en la Europa del Medioevo, ante los fortuitos hallazgos de cráneos o extremidades de colosal e insólita apariencia, lo que pensaban tanto el pueblo rústico como la clase de los ilustrados era que las bestias cuyos restos habían por pura casualidad emergido a la superficie daban testimonio de la presencia en tiempos inmemoriales de una fauna primitiva que el punitivo diluvio que la Biblia relata había hecho desaparecer.
               Sea lo que fuere, en la actualidad nos informa la paleontología –cuyas técnicas con el paso de los años se han refinado de manera espectacular- que los grandes reptiles para los que el científico inglés Richard Owen ideó el término “dinosaurios” en 1842, reinaron en todos los continentes del planeta durante el prolongado lapso que se extiende desde mediados del triásico hasta el final del cretácico; y si no fuera porque una desconsiderada bola de fuego de descomunal tamaño desde el espacio se precipitara contra la tierra desolándola y arrasando con la vida de tan encantadoras criaturas, probablemente todavía estarían ellas aquí y nosotros, los humanos, no habríamos tenido la menor oportunidad de asomar a la existencia e implantar nuestra hoy innegable hegemonía sobre la faz del globo.
               ¿A qué vienen –se preguntará intrigado el lector-  las precedentes consideraciones de tan poco original cariz? Pues a lo que sin más demora tengo en mientes plantear: En los días que corren si algo provoca la euforia de las nutridas muchedumbres es la novedad. Lo nuevo, por el mero hecho de serlo, tiene garantizada la adhesión incondicional del hombre del común. Y por descontado, corolario de lo anterior, lo que carece de los prestigios de la modernidad es tenido a menos, ridiculizado y preterido. Y así fue como el vocablo “dinosaurio” adquirió en boca de los fanáticos de las primicias la predominante acepción peyorativa con la que ahora nos las tenemos que ver, por modo tal que los escasos cuanto excéntricos individuos que se empecinan en sostener contra viento y marea que lo nuevo no es necesariamente sinónimo de excelente o admirable tienen que soportar se les aplique el sambenito de dinosaurios.
               Para no ir más lejos, el autor de estas cavilaciones posee sin que falte ninguno los atributos que acreditan su calidad de dinosaurio. Como detesto el “shopping”, soy un dinosaurio; como la música que me deleita y escucho es la clásica, soy un dinosaurio; como me entrego varias horas al día al placer de la buena lectura, soy un dinosaurio; como casi nunca enciendo el televisor ni ando por las aceras con audífonos enchufados en los oídos, soy un dinosaurio; como detesto el bullicio de la calle y amo el sosiego de mi hogar, soy un dinosaurio; como me tiene sin cuidado procurar fama, riqueza y poder, soy un dinosaurio; como en materia de espectáculos lo que me fascina es la ópera y el teatro de calidad y no los multitudinarios “shows” que en los inmensos estadios suelen protagonizar los ídolos celebrados de la farándula, soy un dinosaurio; como no vivo con los ojos permanentemente fijos en la pantallita del celular, soy un dinosaurio; como aborrezco la superficialidad de la imperante cultura “light” e intento conferir plenitud a mi existencia, soy un dinosaurio; como nada me cautiva tanto como la belleza y la armonía y me empeño en ceñir mi conducta a los sanos modales de la rectitud y el desapego de lo superfluo, soy un dinosaurio; como no le temo a la muerte ni envejecer me contraría, soy en buena hora y con mucho orgullo un dinosaurio…

               Después de todo, fuerza es reconocerlo, no me resulta denigrante que me endilguen semejante mote. En tanto que especie fueron los dinosaurios animales extraordinariamente exitosos. En efecto, durante alongado período de cientos de millones de años los enormes lagartos prosperaron y sólo pudo acabar con ellos la catastrófica colisión del planeta con un peñasco de diez kilómetros de envergadura procedente del espacio exterior… Dificulto que la revoltosa e insatisfecha raza humana logre alcanzar pareja longevidad, que si algo luce probable y verosímil es que se las arreglará perfectamente la descendencia adánica para aniquilarse a sí misma más temprano que tarde sin que el cielo tenga necesidad de enviarle con ese letal propósito la providencial ayuda de otro calamitoso meteorito.


Del lenguaje poético 

               Acaso proceda dar inicio a las cavilaciones con que de inmediato me propongo importunar al confiado lector, disculpándome por allegar a la complaciente palestra de esta cuartilla un tema que si de algo no puede presumir es de novedoso. En efecto, no bien tomé la pluma para descoger las ideas de uno de mis acostumbrados excursos, cuando me vi asaltado por la súbita consideración de que no por trillada, de que no por manoseada al extremo de parecer incursa en trivialidad, la cuestión que atañe a la naturaleza, importancia y función social de la literatura ha dejado de tener relevancia. Y como otrosí me asiste la convicción de que sólo los asuntos que poseen relieve y trascendencia obligan a llover sobre mojado,  el hecho de que se hayan derramado barriles de tinta en el empeño de elucidar cuál es la índole, alcance y principalidad del quehacer literario, lejos de figurárseme autorice a que nos desentendamos de pareja inquietud, me induce, muy al contrario, a sospechar que el asunto que no sé por qué inopinada razón estamos sometiendo a debate pertenece a la clase de los que, por mucho que los fatiguemos, nunca perderán vigencia, interés ni actualidad.
                Así pues, suponiendo que no sean palabras fuera de propósito las que a partir de este momento estampará mi cálamo, entiendo que servirá en mucha parte al objetivo que persigo aclarar que las mismas no tienen otra intención sino exponer lo que mi experiencia de escritor –ya demasiado dilatada- me ha enseñado… Quiere esto decir que las reflexiones, melancólicas por demás, con las que topará el lector en los párrafos que siguen, se explayarán acogidas a un enfoque de carácter inevitablemente testimonial. Aun cuando la expresión de la vivencia, de lo que se ha sentido y pensado y pretendido y fantaseado carezca de valor probatorio alguno, lo cierto es que en materia tan compleja y grave como la que nos ocupa –sobre la que se ha discutido y diagnosticado en medida tal que resulta al día de hoy de todo punto improbable plantear conjeturas inéditas u originales al respecto-, a buen seguro que la perspectiva confesional a la que me he avecindado, no por excesivamente subjetiva deja de exhibir un muy acentuado cariz de didáctica ejemplaridad… , de modo que a falta de vindicarla con acopio de páginas y sesudas teorías, como quizás hubiera sido menester en problemática de semejante monta y entidad, ensayaré relatar a humo de pajas de qué manera mi visión acerca de lo que la literatura es y significa fue variando con el implacable discurrir de los años.
               En la remota juventud, cuando ondeaba en mi cabeza tupida melena color castaño en la que no era posible espigar ni la sombra de una cana y ninguna arruga agraviaba la piel lustrosa de mi rostro, yo estaba convencido de que la escritura literaria era útil en el sentido estricto y práctico del término; creía que por su medio era viable transformar la sociedad y hacer de la criatura humana un ser más digno, espiritual y noble. Tenía fe –vaya usted a saber por qué- en la esencial virtud moral de la palabra hermosamente concebida, y hasta llegué a pensar –candidez que rayaba en el desatino- que era factible y necesario izar la poesía a modo de oriflama emblemática, con la mira puesta en combatir –pluma en ristre de caballero sin cabalgadura- la ruindad y el oprobio y en edificar sobre los escombros del funesto pasado un mundo más halagüeño, decoroso y radiante.
               He aquí, sin embargo, que fueron resbalando los años impiadosos con celeridad  que, siempre que echo la vista atrás, me sorprende y aturde; y fui cayendo en cuenta de que la optimista imagen que sobre la eficacia socialmente rehabilitadora de la creación literaria había en mi mente forjado, carecía de fundamento.
               De una parte, me percaté que no bastaba acuñar sobre el papel verdades luminosas desde los hontanares de la pasión surgidas para derribar los muros demasiado espesos de la ignorancia, la desidia y la estolidez; de la otra, reparé en que la belleza, ese ideal al que consagraba mis afanes más puros, era deidad venida a menos a la que la populosa muchedumbre, entretenida con el Moloch de la vulgaridad, no prestaba la menor atención; y por último, -esto fue lo peor- me apercibí de que George Steiner daba en el clavo cuando argumentaba que “actualmente tenemos suficientes pruebas de que la sensibilidad y la producción artística no representan un obstáculo para la barbarie”…
               Y me  dije, ¿qué puede el frágil cristal del verso contra la descarnada sevicia de las bombas que destrozan y mutilan a miles de víctimas inocentes?; ¿qué puede el espléndido arrebato de una límpida prosa contra el fanatismo y la intolerancia que no se inmutan ante el genocidio de signo étnico o religioso y antes bien acuden con ciega ferocidad a las más censurables prácticas terroristas?; ¿qué puede el dulce canto del aeda frente al hambre y desvalimiento de tantos millones de seres humanos a los que la codicia institucionalizada  del capital financiero ha condenado a la mendicidad y al sufrimiento?
               Fue entonces cuando, agobiado por el desencanto, hundido en un viscoso piélago de impotencia y de ira, escribí las páginas más sombrías que hayan brotado de mi pluma, a las que titulé “Memorias del desamparo”…
               Toqué fondo. No cabía ir más abajo. Luego, poco a poco, torné a la superficie y  respiré. Fue cuando por fin entendí la necesidad, la indispensabilidad de la escritura literaria: porque se puede vivir en un mundo ruin y despreciable siempre y cuando quede abierta una puerta en algún lugar del alma  donde encuentre abrigo la esperanza… Hacer literatura es resistir; hacer literatura es rebelarse; hacer literatura es decirle no a la inhumanidad y al salvajismo; hacer literatura –ahora lo sé- es gritar: Señores de la muerte, la abyección y el despojo, podéis destruirme y quitármelo todo; pero lo que jamás lograréis será arrebatarme el deseo de imaginar una vida mejor. Soñar las utopías es mi oficio. Sólo por eso escribo, porque es necesario e impostergable defender los derechos del sueño.




De la mesura 

                    Hemos de tener por cosa averiguada que entre los habitantes de la Antigua Hélade dejarse subyugar por la hybris era, en términos de conducta, la más condenable infracción que podía la incorregible criatura humana cometer. La hybris o, acudiendo a los familiares vocablos de nuestro paladino romance castellano, el comportamiento descomedido e intemperante, era reputado entre aquella sabia gente por imperdonable descarrío, ya que implicaba un atentado al orden cósmico, una demente y altanera rebelión contra la condición de simple mortal, un desafiante rechazo del lugar natural donde en el universo eterno y divino le había tocado en suerte a la progenie de Pandora residir. Pecar contra el orden cósmico, es decir, contra el principio sustentador del mundo, de todo lo existente y de la vida misma, no era desvarío que los dioses estuvieran dispuestos a tolerar; de ahí que hallemos en los relatos mitológicos de la Grecia clásica, fuente en la que bebieron luego los romanos, copia de leyendas en las que el riguroso Zeus con mano implacable castiga al temerario varón o a la fémina irreflexiva y vanidosa que diera en incurrir en delito de tan execrable índole. Ahora bien, me avengo a considerar que amén del colorido caudal de anécdotas fruto de la desbordante imaginación del pueblo heleno, atesora su portentoso corpus mitológico del que somos afortunados herederos una sabiduría inherente a la concepción del mundo que dichos mitos con vigorosa plasticidad manifiestan, la cual se asienta en la creencia de que para los mortales la vida buena no es la que las tres religiones de los libros nos prometen, esto es, el paraíso después de nuestro fallecimiento y la vida eterna en las plácidas comarcas celestiales, sino que haciendo acopio de realista sensatez –acaso amarga- que nutrirá centurias más tarde la filosofía de sus grandes pensadores, la mencionada vida buena sólo consiste y no podía consistir en otra cosa que en aceptar de buen talante el puesto que el azar –nombre con el que el destino o la necesidad suelen irrumpir- asignara a la humana descendencia, cosa de que hombres y mujeres vivan en armonía con el orden cósmico. Porque el objeto de la mitología, lo que le granjea validez perenne y sostenida actualidad no guarda relación alguna con el proyecto de explicar la realidad al modo como los científicos lo entienden cuando se imponen la tarea  de llevar a cabo una investigación de naturaleza objetiva, sino que lo que se propone el planteamiento mitológico  es brindar los medios de infundir sentido y plenitud a la existencia. Para la mitología el universo, antes que objeto que reclama ser intelectualmente escudriñado, es lo que hay y siempre ha sido, aquello con lo que debemos empaparnos vivencialmente. En resolución, de lo que se trata y hacia lo que apunta el discurso de los mitos es a conseguir por vía simbólica y sofisticadamente sugestiva que la existencia humana y el orbe todo se colmen de significado y de razón.

             Empero, no hay armonía ni equilibrio ni orden que no se hallen amenazados de continuo por las fuerzas ominosas del caos. Son las pulsiones caliginosas de éste las que contra toda cordura inducen a la efímera casta de los hombres a consumar la funesta hybris perpetrando así irreparable transgresión contra el mundo que le rodea como, otro sí, contra su propia precaria condición existencial. No cabe perturbar impunemente y sin que acarree secuelas espantosas la paz, la jerarquía universal que fuese instaurada por voluntad divina en enconada batalla contra las poderosas instancias de la disgregación y la entropía. Y diké, la justicia, está siempre ahí atenta, vigilante, dispuesta a restaurar la disciplina y a infligir escarmiento horripilante (basta traer a colación el ejemplo de Sísifo y de Tántalo) a los autores de atentado de semejante monta y gravedad.

             La población de la Antigua Grecia se mostraba tan inclinada a abandonarse a toda suerte de excesos y abusos como la que al día de hoy, sobre la entera faz del planeta, de puro milagro ha logrado, contra las menos optimistas previsiones, prosperar. Mas no embargante la referida tendencia al desarreglo que caracterizaba a los discutidores y pendencieros dánaos, la conciencia de parejo defecto, acusada en medida no menor que el defecto mismo, fue, si no me pago de apariencias, la que los impulsó a colocar sobre el frontispicio del templo de Apolo en Delfos aquel lema famoso de la cultura griega: “Conócete a ti mismo”… frase de advertencia que antes de constituir exhortación banal a la introspección, debe ser interpretado como una cordial aunque firme invitación a conocer los límites a los que cada criatura humana está sujeta; lo cual, dicho en otras palabras, importa la idea de que es imperativo, urgente, indispensable, darnos por enterados de nuestra ubicación natural dentro del todo misterioso y eterno. “Conócete a ti mismo” es la propuesta esencial que, cabe la otra que también exhibía el mencionado templo (la que rezaba:”Nada en exceso”), nos llama la atención sobre el hecho de que es preciso a toda costa evitar el pecado de hybris, de que nada podría hacernos desplomar en la garganta insaciable del abismo con más irremediables consecuencias que el descomedimiento, la desmesura y la jactancia.

               Empero, en la época actual, calificada de posmoderna, no veo que hombres y mujeres, cualesquiera que sean su edad, ideología, credo, nacionalidad o raza, hagan el menor caso de las juiciosas sentencias que milenios atrás el genio de la arcaica civilización helénica estampara sobre las sólidas paredes del santuario de Apolo en Delfos. Dispongo, en efecto, de toda clase de razones para asegurar que entre mis modernos congéneres, como ocurre con los niños, el sentido de la mesura si alguna vez pareció atractivo –cosa harto improbable- ha perdido por completo en los días que corren su poder de seducción. La gente hoy, con excepción de breve minoría,  es afecta a todas las hipertrofias y desenfrenos. Como afirmaba cierto filósofo cuyo nombre se niega tenazmente a aflorar a mi recuerdo, “La desmesura aboca a los seres humanos a la desdicha, a la insatisfacción, a la angustia y a la violencia, Siempre quieren más: ¿cómo podrían tener nunca suficiente? Lo quieren todo: ¿cómo podrían compartir o contentarse con lo que son?”… Y es que la desmesura arrebata, embelesa, subyuga; en tanto que la mesura, esa moderación del alma frente a cuanto nos rodea y frente a nuestros pensamientos y deseos, luce aburrida, ejercicio de contables y burócratas del espíritu. ¡Grave desatino! Sin mesura no hay perfección, pues toda perfección reclama proporción, equilibrio, armonía; de lo que se trata es de contraernos en todas las facetas de nuestra existencia al justo medio, a la medida justa, a lo que en palabras de Aristóteles no es “Ni demasiado ni demasiado poco”. Programa este último que la modernidad ha echado sin inmutarse al cesto de los desperdicios, y las secuelas de tan atolondrado proceder a donde quiera volteemos la mirada toparemos con ellas: en arte y literatura la estupidez y la fealdad que las vanguardias del siglo XX propiciaran; en moral la notoria y persistente infecundidad del nihilismo; en política todas las descompuestas expresiones del fanatismo y la intolerancia que conducen con lógica fatídica a las manifestaciones terrorista y a los regímenes totalitarios. De ahí que –poniendo punto final a estas reflexiones ociosas- haga mías las ideas de Albert Camus cuando dijo haciendo alarde de casi insoportable lucidez que: “Cualquier cosa que hagamos, la desmesura conservará siempre su lugar en el corazón del hombre, frente a la sociedad. Llevamos todos en nosotros nuestros presidios, nuestros crímenes y nuestras devastaciones. Pero nuestra tarea no consiste en desencadenarlos por el mundo, sino en combatirlos en nosotros mismo y en los otros.” Secundar pareja exhortación es, a mi modo de ver, la única posibilidad de conjurar la barbarie.

Por qué escribo así 

Téngase por cosa averiguada que el incorregible autor de estas poco convencionales divagaciones, no bien toma la pluma para estampar sobre el papel las ideas caprichosas que en tropel afloran a su mente, acude con exasperante asiduidad a una prosa tan elaborada, tan meticulosamente articulada, tan alejada de los modos lingüísticos comunes o, es otra forma de decirlo, incurre con machacona reiteración y sin que venga a cuento en retórica de tan atildado y poco natural empaque, que el grueso de las personas familiarizadas no más que con la lectura sin complicaciones propia de los textos informativos y de opinión de la prensa diaria se las ven y se las desean cuando –vaya usted a saber por qué- una peregrina cuanto desusada curiosidad los induce a deslizar la mirada sobre los renglones de estos mortificantes excursos con el propósito, ciertamente inobjetable, de enterarse de las opiniones que bajo el enfático aluvión de retumbante facundia que los distingue acaso logren anidar.

Copia de razones tengo para sostener que quienes tachan mi escritura de culterana y relamida no me están levantando cargos infundados, ni se equivocan quienes reputan por preciosista y rebuscada mi expresión. Si algo he sabido siempre es que cierta perniciosa inclinación hacia la singularidad discursiva, cierta irresistible tendencia a hacer de menos cuanto de trajinado y encontradizo acusan las palabras con las que hoy por hoy la mayoría de las péndolas suelen vestir sus pensamientos, sáldase en lo que toca a mi quehacer intelectual con enunciados que están en las antípodas de esa escritura fácil, instrumental y meramente declarativa –anodina a veces, de ordinario aburrida y con frecuencia desaliñada- que diera la impresión de constituir el paradigma expresivo de los tiempos que corren.

Es notorio, y por ende no sujeto a controversia, que mi manera de exponer las ideas, esmerada en exceso y ajena a toda escabrosidad, no condice con el sentir de la gente de a pie, a quienes perturban los giros desacostumbrados, incomodan los períodos amplios y redondos e indisponen y contrarían los vocablos que no pertenecen al exiguo léxico de la comunicación coloquial en el que es comprobable a ojo grueso que apetecen morar. Y doy otrosí en la cuenta de que, por las razones que vengo de mencionar, por negarme a emplear un lenguaje infectado de objetividad, por decantar de desorden e impureza mi expresión y acogerme al acendrado culto latino de la forma, estas cavilaciones extemporáneas no correrán a Dios gracia el riesgo de volverse populares… No es que contra toda evidencia y razonable aspiración, el que estas líneas garabatea pretenda convencer a nadie de que le repugna la posibilidad de que sus escritos seduzcan a las caudalosas muchedumbres; de que, como poniendo las cosas en punto de verdad ocurre con el género discursivo que esta cuartilla exhibe, se congratule de que los comentarios que da a la luz pública apenas satisfagan a un ínfimo cenáculo de lectores.  Admitamos de rondón que ningún autor, ya sea de corto vuelo o de aventajada escritura, ha dejado en alguna  ocasión de acariciar la idea de hacerse popular.  ¿Qué podría tener de dañino o desventajoso ganar el aplauso multitudinario de los lectores? Planteada la cuestión en términos de aséptica teoría, habría que responder que ser celebrado por el común de la gente que aún no ha perdido la costumbre al parecer en decadencia de la lectura, lejos de tenerse como un baldón debe asumirse en tanto que motivo de satisfacción y regocijo.

He aquí, empero, que el grueso de la población en la que sería menester influir para adquirir popularidad, esto es, el vulgo, hasta donde estoy enterado, en todo lugar y época se ha comportado con desoladora vulgaridad. Por consiguiente, halagarlo, gratificarlo, conquistar su adhesión implicaría –va de suyo- condescender con la bajeza, contemporizar con la ordinariez y transigir con la ramplonería. No es otra la explicación de que, por lo que atañe a la popularidad, aun añorándola, muestre mi pluma radical desvío y desconfianza. No conozco escritores de la plana mayor que hayan hecho aprecio de lo que el vulgo ansía, al extremo de consentir actuar en menoscabo de la nobleza de la propia expresión y de la gallardía del propio pensamiento… Detesto los lugares comunes; siempre he aborrecido las maneras toscas y la falta de urbanidad; nada tengo por más antipática y desdeñable que la grosería; abomino de la chabacanería, la insustancialidad y la plebeyez. En resolución, en tanto que escritor, pongo mi conato en distanciarme de la inmundicia y la podredumbre y encaminar mis pasos hacia pagos de más saludable y transparente índole. Que semejante conducta me granjee la mala fama de “exquisito”, lo soportaré haciendo acopio de paciencia y tolerancia.  Que mi indeclinable apego a la galanura y la elegancia en el decir, a lo que no sería erróneo calificar de tono de alto coturno, sea condenado a guisa de excentricidad de un espíritu engreído y narcisista, habré de sobrellevarlo también con filosófica resignación.  Al fin y al cabo sería ingenuidad de a libra esperar que los perros no ladren, que no cacareen las gallinas ni los cerdos gruñan. ¿A quién se le oculta que al mal gusto y la ignorancia aburre, cuando no desespera, lo que no ofrece imagen chocarrera, incivilizada o procaz? El enfoque a ras de tierra del lector ordinario es refractario a todo lenguaje que por mor al señorío  y la pureza rehúse arrastrarse en la cloaca; y, ni que aclararlo hace falta, quien explaya estas insurgentes lucubraciones lejos está de sentirse a sus anchas en medio de las fétidas emanaciones de la sentina.

En gracia a la brevedad daré cima a las reflexiones hasta ahora acuñadas sobre esta sufrida y siempre condescendiente hoja de papel, poniendo sobre aviso a cuantos hasta aquí han tenido la perseverancia de seguirme, de que si bien es cierto que al escribir nunca cejo en el empeño de levantar airosa la palabra como se iza sobre el asta la flamante bandera, no lo es menos que de pareja preocupación en torno a la manera de externar lo que pienso, sería desatinado concluir que a expensas de lo substancial, de las ideas, tan solo me afano en rendir parias al estilo. Aun cuando intento que mi talante espiritual quede plasmado cuanto sea posible en las palabras que escapan a los puntos de mi pluma, importaría error garrafal dar por verdad no sujeta a discusión que me cuadra el calificativo de “estilista”, de que, enamorado de la forma, mi interés consistiría exclusivamente en hombrearme con los genios supremos en el arte de la escritura de estético esplendor… Lo cierto es que me tiene sin cuidado se me juzgue –no si fundamento- escritor de muy poco viso. En materia literaria no pongo a precio mi labor. Dejo en manos de la posteridad la espinosa tarea de decidir cuál pueda ser el valor de las páginas que con saña emborrono. Mas lo que nunca me verán hacer es dar cobre por oro, es vender la piel del lobo como vellón de cordero pascual.  Las cosas son como son. Mi estilo es el que es. Opto por los prestigios de la urbanidad. Deseo eternizarme en la palabra. Entonces es imperativo honrarla; y se la honra desterrando de ella sensiblería, desaliño, engolamiento e insulsez. Que todo lo que se hace con el propósito de que dure, no siempre dura. Nada dura, sin embargo, si no  se hizo con la esperanza de durar.


                                 LA BELLEZA: ¿UNA CATEGORÍA SUPERADA?


              Si tomamos nota de los vientos que soplan por las extrañas latitudes de la creación contemporánea, es lícito... corrijo, es inevitable llegar al convencimiento de que arte y belleza, lejos de estrechar lazos de amistad y simpatía el uno con la otra como un irreprimible candor me hacía imaginar, se oponen mutuamente. Tan perturbador divorcio al que, si no me pago de apariencias, nos intima la envolvente cuanto inexorable sensibilidad tardomoderna, por más vueltas que le doy, no logro entenderlo y, por descontado, mucho menos compartirlo...


            Me asiste la presunción de que el rechazo visceral que el grueso de la exégesis contemporánea  manifiesta hacia la categoría de lo bello, y su consiguiente repugnancia a asociar el quehacer del artista con la exploración de la comarca espiritual a la que esa controversial noción desde hace incontables centurias apunta, no tiene otra causa que la creencia –prejuicio sería denominación más exacta- de que la voz ‘belleza’ designa un hecho histórico superado. Para la crítica vigente, compenetrada con la visión escéptica, furiosamente relativista y antijerárquica en candelero, el concepto de belleza no pasa de ser un ideal estético de tiempos definitivamente perimidos que, hágase lo que se quiera, no podrán ser resucitados... Comete así el despropósito que, al entender de J. Kogan, estriba en identificar “el concepto de lo bello con un estilo determinado que es el arte clásico.” Prestemos oído a lo que argumenta este reputado teorista acerca de tan problemática cuestión: “En la actualidad la renuencia a calificar de bella una obra de arte moderna parece fundarse sobre todo en la opinión de que muchas obras actuales carecen de las notas por las que debía considerárselas hermosas; sin embargo, no se ha encontrado una denominación más adecuada a lo que constituye la cualidad específica de la creación artística (...) ¿De qué otra manera podrían referirse los artistas a lo que la obra tiene de único y peculiar, que ninguna escuela es capaz de enseñar o producir y que sin este concepto se pierde en lo indecible?”



            A favor de la elocuente y sensata defensa de la idea de belleza que acabamos de transcribir, rompe lanzas también el enjundioso filósofo del arte Mikel Dufrenne, quien, reflexionando sobre el tema que nos compete, asegura con enfático gesto polémico que en nada menoscaba la solidez lógica de su planteamiento: “Decir que la poesía quiere lograrse es decir simplemente que quiere ser bella. Porque es necesario rehabilitar esta noción de la belleza contra los escépticos que no quieren comprometerse pronunciando juicios de valor y se imaginan hacer justicia al arte aceptando todo sin discriminación; y contra los nihilistas, que buscan la verdad de la palabra en el silencio y el colmo de la poesía en la no poesía: porque identifican la negación con la nada y la renovación con la abolición.”



            Pongamos cerrojo y tranca a esta intempestiva digresión en torno a la necesidad de volver a alojar en el vagón del análisis estético a la repudiada noción de belleza. Pero antes, en franco atropello a la condescendencia del lector, acudiré a la autoridad del célebre poeta de Las flores del mal, rescatando del olvido en el que la ha relegado la exégesis al uso, aquella tantas veces antologada cavilación suya donde nos ilustra de modo insuperable acerca de las dos caras de lo bello. Hela aquí: “Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, alternativa o simultáneamente, la época, la moda, la moral, la pasión. Sin este segundo elemento, que es como el envoltorio divertido, rutilanate, aperitivo, del divino pastel, el primer elemento sería indigerible, inapreciable, inadaptado e impropio de la naturaleza humana.”



            Concédaseme ahora licencia para cálamo currente, aventurar algunas cavilaciones que confío no lucirán extemporáneas, sobre la cardinal verdad que enuncia Baudelaire en el párrafo que antecede. En este ánimo, procurará mi atrevimiento añadir, a guisa de comentario, un ramillete de perplejidades que no pecarán de otra apetencia que la de glosar lo expuesto por el genial crítico francés en el fragmento traído a colación, eso sí, tomándome la libertad de ilustrar tan decisiva cuestión de calológico jaez con ciertos ejemplos sintomáticos recogidos de lo que se muele y amasa por los pagos de la interpretación artística en los días que corren...



            ¿Sobre qué nos está llamando Baudelaire la atención con la transparencia y finura que tradicionalmente han sido reputadas cualidades señeras del linaje intelectual galo?... Sobre algo de tan indiscutible monta que ningún escoliasta que se respete debería echar jamás en saco roto: la paradójica dualidad de las cosas bellas, constreñidas fatalmente a dar testimonio de un suelo y de un época (y, por consiguiente, desde ese punto de vista transitorias), pero también poseedoras, en virtud de su irrepetible distinción espiritual y excelencia, del poder de la transhistoriedad, o sea, de la capacidad de arrobar y acicatear siglo tras siglo, sin que su efecto de fascinación sufra previsible desgaste, la insaciable conciencia de los hombres.



            El ingrediente histórico, sujeto a obsolescencia, de lo bello remite a las mudables circunstancias e intereses del momento en que la obra es plasmada. Ninguna obra de arte puede eludir este factor de actualidad o, incluso, de moda, porque es la creación artística fruto de un aquí y ahora, de un conjunto de valores epocales que ni la más portentosa inventiva tiene la potestad de preterir. No puede la obra de arte, bajo ningún concepto, dejar de rendir tributo a lo coyuntural o pasajero, al instante que fuga. Mas tampoco cabe que ella –en el entendimiento de que hablamos, claro está, de un genuino artículo de belleza- se circunscriba a dar noticia de un tiempo y de una geografía; pues si apenas se revelare capaz de hacer eso, el objeto inexactamente bautizado artístico, habida cuenta de que se ciñe por entero a lo contingente y aleatorio, es decir, a lo que el ventarrón del acontecer histórico descuaja, no tardará en perder los atributos de novedad, singularidad y extrañeza que en un inicio conseguían atraer la excitable curiosidad del contemplador hambriento de primicias y le hacían aceptar, a título de legítimo sentimiento estético, el ¡oh! de estupefacción que acude espontáneamente a la garganta ante lo que no atesora prenda de más quilates que su estrambótico exterior.



            Cuando, más preocupado en pavonearse y épater le bourgeois que en levantar la mirada hacia el horizonte radiante de lo bello, se pliega irreflexivamente el artista a las extravagancias y prejuicios de su época, sucede lo que estamos sufriendo ahora: la planetaria proliferación de un sedicente arte que de puro precipitarse frenéticamente en pos de lo actual, de puro horrorizarse ante la posibilidad de no estar al último grito de la indumentaria que se cose en París o Nueva York, nace con el acta de defunción en las manos y el ataúd a cuestas, víctima de la misma novedad a la que, sobre cualquier otra cosa, reverencia.


            Que si la obra del creador, cual suele ocurrir hoy más a menudo de lo que nos placería admitir, no ostenta adherido al componente del día y el lugar (esto es, junto a los codiciados primores de lo adventicio) esa otra dimensión de la belleza que Baudelaire conceptuaba “un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar”, el efecto de seducción de dicha obra jamás podrá colmar las expectativas de una sensibilidad depurada ni de un intelecto alerta y exigente. A falta de ese esquivo pero insoslayable factor eterno, no hay obra que se haga acreedora al honor de ser entronizada en el codiciado reino de las musas. Podrá a lo sumo poseer un valor arqueológico y didascálico en tanto que dato o documento, en tanto que producto cultural que ofrece informaciones, acaso relevantes, acerca de las costumbres y concepciones de un período histórico particular. Empero, no se nos ocultará que, si fuera este el caso, ya no estaremos tratando con creaciones signadas por la voluntad de belleza sino, a pesar de que se las pretenda colocar en un museo de arte, con simples artefactos de cuyas características los antropólogos y otros estudiosos de las sociedades humanas se las agencian para educir razonables conclusiones sobre el estilo de vida de quienes los fabricaron y de aquellos a quienes se destinaban.

            Buena parte de los artistas, teóricos y críticos de arte, avasallados por la predominante corriente contemporánea de empecinado relativismo, desjerarquización e igualamiento, han perdido de vista –si es que de ello tomaron apunte alguna vez- la advertencia que lustros atrás Pedro Henríquez Ureña publicara en uno de sus más penetrantes ensayos: “El arte y la literatura de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua función trascendental; sólo nos va quedando el juego... Y el arte, reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío.”

            No habrá escapado a la perspicacia del lector que Pedro Henríquez Ureña se queja –el tono de reproche es inequívoco- de que al arte y literatura de su tiempo –esto es, de hace aproximadamente unos sesenta o setenta años- los tienen sin cuidado trascender, o, es otro modo de decirlo, perdurar. Y la causa de semejante aberración él mismo nos la esclarece sin demora: sus oficiantes (especifico: la bullanguera militancia vanguardista de variopinto pelaje de las primeras décadas del siglo XX) han cometido apostasía; han abjurado del empeño de crear belleza, para contraer lo artístico a vano derroche de virtuosismo inane y diestra recreación. Así pues, el notable escritor americano, en contra del sentir general de las elites de aquellos días, no teme ir en respaldo de la función trascendental del arte.

            Postura semejante –con la que, dicho sea de paso, me siento enteramente solidario- será tildada –otra reacción no podría esperarse- de anacronismo pueril por la populosa crítica  que se jacta de estar up to date. Y no es para menos, pues tales cenáculos de sesudos comentaristas, intoxicados con la retórica de las más recientes modas académicas en la esfera de la interpretación, han decretado, sin tomarse la molestia de explicarnos por qué, que la belleza es cosa rancia y manida, ideal que si antaño fue legítimo alimentar, dado que se manifiesta incompatible con la sensibilidad del presente, ya no está en condiciones de introducir títulos para aspirar a ocupar un espacio entre las preocupaciones de los artistas o del público de los albores del tercer milenio.

            Tan grosero y recurrente despropósito prueba que el egregio Paul Valery no se equivocaba al censurar con su habitual lucidez lo que tildaba de una “disminución general de los valores y de los esfuerzos en el orden del espíritu”, tendencia que, a su juicio, constituía uno de los rasgos menos discutibles de la cultura de su tiempo; pareja merma espiritual provee –el lector seguramente lo habrá adivinado- el caldo de cultivo para las veleidades críticas e inconsistencias teóricas a cuya impugnación se ha consagrado mi pluma con fortuna incierta en estos laboriosos renglones.

             Concluyamos: para ser moderno no hay que validar las bagatelas pertinaces a cuya desaprobación me he empleado en las cogitaciones que preceden. No es saludable pensar que las modas instauradas en los centros donde el arte se comercializa acaparan ellas solas la contemporaneidad o han de ser tenidas por lo más representativo de la vida artística vigente... La vulgaridad, la vacuidad y el facilismo siempre han estado de moda, siempre conquistarán prosélitos; pero a pareja modernidad ningún creador que se respete aceptará doblegarse.

           
                                 LA CRÍTICA DOMINICANA: ENTRE LA APOLOGÍA Y LA DETRACTACIÓN
                Dificulto que nadie medianamente impuesto de lo que se cuece en los calderos de la vernácula vida cultural, se aventure a descalificar, tildándola de errónea o descomedida, la opinión que en este instante mismo escapa de los puntos de mi pluma, según la cual el oficio de la crítica en nuestro país –me atrevo a asegurar que es el caso en el resto del mundo- no lo percibe hoy el común lector con ojos benevolentes.
                En efecto, quien se haya entregado a la tarea, acaso importuna, de prestar oído a los comentarios que las caudalosas mayorías propalan acerca de la función de la crítica, forzado se verá  a arribar a la conclusión, ciertamente descorazonadora, de que la noción que entre la muchedumbre prevalece es que quien a pareja actividad se consagra lo hace porque, huérfano de aptitudes de superior linaje, está irremediablemente incapacitado para desenvolverse en el ámbito de la escritura de manera más creativa, útil e interesante.
                Mala prensa ha tenido en nuestro lar nativo como en foráneas latitudes la malhadada crítica. Todavía en los tiempos que corren cuantos a dicha profesión se dedican adolecen de la fama de ser, amén de especialistas grises y opacos prosadores, sujetos resentidos, biliosos, cuya consuetudinaria envidia al talento ajeno los hace poco de fiar.
                Es verosímil y probable que quienes a lo que llevo expuesto hayan prestado alguna atención me reconvengan, quizás no sin motivo, por arriar al cercado de estas indefensas páginas un asunto de ínfima cuantía, propio antes del chismorreo de comadres que tópico que merezca ser frecuentado o tan siquiera tomado en consideración por quien se precie de cultivar el análisis concienzudo y meticuloso en el terreno de las humanidades.
                Pero he aquí que el que estos descosidos razonamientos pergeña sabe perfectamente de qué pie cojea, por lo que nunca he acariciado la pretensión de pertenecer a la selecta cofradía de los teoristas cuyas sofisticadas indagaciones suelen orbitar más allá de la comprensión de mi dura mollera. No me siento entonces obligado (es la ventaja de todo francotirador del pensamiento) a adoptar un tono embirretado o tribunicio ni un léxico de académica alcurnia para arrimar a puerto abrigado la modesta embarcación de mis predilecciones, perplejidades y creencias. Siempre he sentido desvío visceral por el encorsetado cerebralismo y didactismo gélido de cierta vertiente en auge del escrutinio erudito, la cual apuesta a una para mí problemática objetividad en los dominios de las letras, escrutinio que a imitación del lenguaje neutro, distanciado, instrumental y técnico de las ciencias naturales, practica con tozudez digna de mejor causa el arte escandaloso de convertir el discurso inteligible en jerga críptica, de tornar innecesariamente complejo lo sencillo, nebuloso lo claro y desusado lo anodino.
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                A este tenor, como nada está más lejos de mi propósito que hacerme acepto a los ojos de la escogida sociedad de los expertos, me tomaré la libertad casi irreverente de expresar mis ideas en torno a uno que otro de los arduos cuestionamientos de que la crítica puede ser objeto –que tal es el contenido de los apuntes que cargo en la mochila- haciendo uso de una retórica horra de universitaria presuntuosidad, modalidad enunciativa que acude por principio a palabras con las que cualquier persona educada se halla familiarizada, que evita la peste bubónica del hermetismo, que no se pliega a ningún método u enfoque doctrinal o de escuela y que, por sobre todas las cosas, se arriesga a decir lo que tiene que decir de una manera llana, gramaticalmente correcta y, de ser posible, arbolando un estilo no refractario a los sonrientes prestigios de la distinción, la galanura y el buen gusto.
                Ya doy en la cuenta de que lo que acabo de afirmar hará fruncir el entrecejo a más de uno de mis doctos colegas, para quienes el negocio que tenemos entre manos importa una conducta intelectual rigurosa en el plano epistemológico, conducta que, por descontado, no se condice con el espíritu despreocupado, ligero y hasta quizás irresponsable que diera la impresión de desprenderse de la perspectiva analítica a la que responden los argumentos que vengo de explayar.
                Con el objetivo de disipar las inquietudes de quienes podrían levantar semejantes reparos, me apresuraré a adelantar que la razón de que escoja un comportamiento elocutivo suelto, de carácter antes conversacional que libresco (procedimiento que no se atiene a métodos rígidos ni a sistemas doctrinales académicamente aprobados) halla su única explicación en una muy acentuada preferencia personal en lo que al planteo de ideas concierne, y no, como tal vez algunos de mis interlocutores podrían sospechar, a causa de que mi pluma estaría en mantillas por lo que hace al tema ciertamente espinoso de la crítica, lo que me conduciría a encubrir un supuesto desconocimiento de la materia que estamos abordando valido del efugio de una palabrería efectista y de una locución esmerada.         
                Holgaré que acerca de mis motivaciones, cuantos han tenido la paciencia de seguirme por los arrabales de esta zigzagueante reflexión piensen lo que mejor les cuadre, que, por mi parte, perseveraré en la convicción de que no existe ninguna clase de incompatibilidad entre el ahondamiento conceptual y una expresión flexible, natural y espontánea, ajena a los incómodos arreos del puntilloso didactismo escolar; como, por un parejo, continuaré presuponiendo algo que no me tomado el trabajo de comprobar, pero que el bon sens postula, esto es, que la elegancia, nobleza y buen humor del discurso son también perfectamente compatibles con la gravedad huraña y arisca impermeabilidad de los problemas que el escoliasta se propone elucidar.
                Aunque lo hasta ahora argüido puede tener ribetes de justificación, entiendo que su pertinencia no tiene vuelta de hoja, por consiguiente es poco cuanto cuidado se ponga para no echarlo en saco roto antes de que, en brinco y medio y sin perjuicio de volver sobre lo dicho, retome el planteamiento inicial de este ensayo que la acaso fastidiosa pero no superflua digresión con la que me entretuve en las líneas que anteceden, nos hiciera perder de vista.
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                Así pues, afirmaba al comienzo de esta disertación que si algo hemos de tener por cosa averiguada es que al oficio de crítico suele la gente –y no siempre la de escasas luces- hacerle cargos infundados; de modo que aun cuando acoja sin reservas la verdad substanciada en la sentencia de Cicerón que reza “En las discusiones no hay que buscar tanto las citas de autores notables, como las  razones que sean oportunas.”, si no me pago de apariencias, por lo tocante al punto que estamos desbrozando no resultará extemporáneo ni abusivo traer a colación un puñado de ejemplos textuales, sin lugar a dudas representativos del desdén que la labor del crítico despierta en el ánimo de un populoso conjunto de personas que, no obstante la referida animadversión, gustan de la buena lectura y el nutrimiento de su peculio espiritual, y apertrechado de esa guisa de autorizados testimonios refulgirá irrecusable y clara –siempre que la fortuna no me deje de su mano- la razón que me asiste por lo que hace al asunto que nos ocupa.
                Pasemos entonces sin más dilación a vías de hecho, y por la muestra que a seguidas colocaré en vitrina podrá juzgar el que a ella se asome de la color del paño:
                ¿No era nada más y nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra quien se quejaba porque a su entender “Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre o las más veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios a la luz del mundo”? Va de suyo que semejante queja lleva en crisálida la idea de que el crítico es un resentido sin talento… Prosigamos: maguer que igualmente reprobatoria, la acusación que hace de la crítica Francis Bacon, esta vez en tono inconfundiblemente chusco, va en otro sentido; demos la bienvenida a sus palabras : “Henry Wotton solía decir que los críticos son como los cepillos de los trajes de los caballeros.”, lo que implica, si no estoy mal encaminado, que al pobre crítico se le enristra la condición de adulador, o lo que, en el romance paladino del fulano de a pie de la presente hora se denomina “limpia saco”. Mas lejos estamos de concluir con los desaguisados que la crítica y sus valedores han tenido que soportar, procedentes estos –fuerza es constatarlo- de las más encumbradas péndolas. He aquí ahora a la humillada penitente cruzando bajo las Horcas Caudinas de Jean Baptiste Poquelin, universalmente aplaudido en el mundo de las tablas por el sobrenombre de Moliere, para quien “El crítico es quien se empeña en encontrar faltas en todo lo que se escribe y piensa que elogiar no es propio de un hombre de ingenio.”; o sea –consiéntaseme nueva vez la pecadora paráfrasis- que los oficiantes del género crítico adolecen de una obcecada propensión a hacer gigote con la desventurada obra que  en sus garras cae. Traguemos en seco y adelante; de su parte, nos asegura el prestigioso escritor inglés Samuel Johnson que “La crítica es una actividad gracias a la cual un hombre puede llegar a hacerse importante y temible a muy poca costa […]. Aquel a quien la naturaleza hizo débil y la pereza lo mantuvo ignorante puede, sin embargo, sostener su vanidad con el título de crítico.”, de donde se deriva que la crítica es labor propia de individuos mediocres e incultos a quienes solo les interesa producir pavor para que se les tenga en cuenta.
                Por si fueran de escasa monta las cachetadas verbales que, en mi afán aclaratorio, he creído necesario trasvasar a la cuartilla y a riesgo de que se me tache de estar dando lanzadas a moro muerto,
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con el fin de dejar clausurado este repertorio de opinantes distinguidos que al menor descuido podría hacerse interminable, citaré al poeta  británico Robert Burns, quien confesaba: “Tengo poco respeto por los reyes, los señores, el clero… y los críticos.”; y al también poeta Samuel Taylor Coleridge, para el que “Los críticos son, de ordinario, gentes que, si hubieran podido, hubieran sido poetas, historiadores, biógrafos; han probado sus talentos de una u otra forma, pero han fracasado; por ello han decidido dedicarse a la crítica.”; y al escritor estadounidense Oliver Wendell Holmes, quien a lomo de la ironía se admiraba exclamando: “¡Qué ingeniosa es la Naturaleza! cuando inventó, creó y patentó a los autores; y con las migajas que quedaron se dio maña para crear a los críticos.”; o al francés Jules Goncourt, quien pontificaba: “Crítica: mordaza de la opinión.”; o a Mark Twain, quien con rudeza yanqui señalaba, “El oficio de crítico literario, de música o de teatro es el más rastrero de todos los oficios.”; en tanto que Reiner María Rilke intenta persuadirnos con la idea de que “Para tomar contacto con una obra de arte, nada resulta menos acertado que el lenguaje de los críticos, en el que todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.”…
                ¡Basta!, los dictámenes acerca de la crítica acopiados en los párrafos precedentes son, en cuanto puede conjeturarse, harto demostrativos y categóricos por lo que toca a dar fe de la existencia de una vigorosa corriente de opinión –surgida hacia los mismos años en que el oficio crítico comenzó a desarrollarse-, la cual veía a dicho género con ojo displicente y a sus practicantes como seres humanos deleznables y escritores de tercera categoría.
                Pero bueno, lo que antes hoy que mañana nos corresponde averiguar, siempre que deseemos hallar una explicación al descrédito que al parecer ha acompañado de continuo al ejercicio de la crítica, es hasta qué punto puede tener fundamento la generalizada condena que, al menos en Occidente, ha recaído sobre pareja ocupación, y en caso de que no demos con una plausible y reveladora causa que nos obligue a aceptar como buena y válida dicha condena, intentar comprender por qué prosperaron otrora y siguen prosperando en la actualidad cargos de tan gratuita índole.
                No se me oculta que proceder a semejante pesquisa está lejos de ser cosa de coser y cantar; y habida cuenta de que no son estas parvas cuartillas el lugar idóneo para llevar a feliz término indagación de tan exhaustiva naturaleza, a fuero de comedido, me circunscribiré a proponer a la consideración del que desee examinarlas ciertas conjeturas, o, si se quiere, sospechas, que si bien las sé ayunas de todo mérito probatorio, acaso, con el beneplácito de la fortuna, no se las reputará por enteramente descartables o ridículas. 
                En esta postrera fase de mi cavilación me luce imperativo reconocer que en la mayoría de los países que gozan de saludable tradición literaria (entre los cuales el nuestro no es una excepción) ha existido una crítica de alto coturno, esto es, ecuánime, vivificante, orientadora, clarividente, crítica de médula y raíz cuyo propósito consiste en poner de relieve explicándolas, ponderándolas y sometiéndolas a la cordial admiración de los lectores, los valores humanos –estéticos, sociales, políticos, morales, etc.- de la obra justipreciada. Puede esta clase de crítica poseer la amplitud y solidez que requiere el espesor de un volumen de quinientas páginas o la frescura iridiscente del brevísimo ensayo periodístico, ¡qué más da!, pues lo significativo de la exégesis a la que me refiero es que cualquiera sea el enfoque, ideología, motivación y estilo de su autor, habrá siempre de conllevar la tentativa de un
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ahondamiento en las esencias, el conato de trasladar al universo convencional de la palabra, los sacudimientos que la creación estudiada desencadena en el fuero íntimo; empero, sobre describir pormenorizadamente lo que en los hontanares del alma dicha obra hace experimentar, es menester que el crítico la sitúe geográfica y cronológicamente, la encuadre dentro de un género y una tradición o, en otras palabras, nos guíe y aclare su sentido; y por si esto fuera poco, debe también atreverse a asumir el papel de juez y dictaminar, por comparación con otras creaciones semejantes, cuál es el grado de excelencia a que ha podido elevarse el escritor o artista.
                Nadie a quien asista un adarme de sensatez dejará de convenir que la descollante crítica a la que vengo de hacer alusión es la única capaz de tocar a las puertas de la posteridad; y ello es así aun cuando en ocasiones quepa al crítico errar, confundirse, desviarse o mostrarse escasamente sensible a ciertas virtudes que la obra atesora..
                En la República Dominicana hemos contado, para gloria de nuestras letras, con críticos de indudable predicamento. No más espoleo despreocupado la memoria, cuando afloran a mi espíritu los nombres de Federico García Godoy, Pedro Henríquez Ureña y sus hermanos Max y Camila, Manuel Valldeperes, Joaquín Balaguer, Rafael Díaz Niese, Héctor Incháustegui Cabral… No hay que gastar protocolo de erudito para aseverar que los recién mencionados escritores, en lo que al ejercicio crítico atañe, son parte de la plana mayor de la historia literaria de nuestro país; y tenemos copia de razones para pensar que de sus trabajos estimativos no se desentenderán las generaciones futuras.
                  Ahora bien, la pregunta que hace al caso formular es la siguiente: ¿los peyorativos dictámenes transcriptos páginas atrás poseen alguna suerte de licitud ante un ejercicio crítico de la señera calidad  del que acabo de mencionar?
                Mi respuesta contundente y sin miramientos es: ¡no!... Pareja crítica, cuyos eminentes representantes los podemos hallar en cualquier zona civilizada del planeta a la que dirijamos la mirada, no podría jamás ser echada a mala parte ni puesta en entredicho.
                Pero acaece que tanto aquí como allende nuestras fronteras son escasas las plumas que cumplen su función ponderativa a ese nivel magistral y paradigmático, porque, según es de ver, la lucidez casi intolerable del genuino talento no se expende en botica. La grandeza no abunda; lo que sí prolifera y ha proliferado de continuo es la medianía y la bajeza. Por la ya remota fecha de 1958, en ensayo de luminosa sencillez, la afamada escritora boricua María Teresa Babín se lamentaba de que “La pseudo-crítica literaria, el ataque envidioso y la más banal actitud de bombo mutuo llevan camino de propagarse en Puerto Rico como la hierba bruja.”. Tal es la situación, me atrevo a asegurarlo, del resto de las repúblicas de las letras. Junto a la profunda y noble y perspicaz, la mala crítica no ha cesado de arreciar. Y es esta crítica pigmea la que por sistema se acoge al insulto y a la adulación. Son plaga los reseñadores desaliñados, los glosadores afectados de penuria imaginativa, los comentaristas de desteñida prosa, y todos ellos, aupados por el sensacionalismo de los medios masivos de comunicación, usurpan en el magín del público ordinario el sitial que corresponde a la verdadera e irremplazable crítica, la cual languidece en algún sombrío rincón de las estanterías.
                Para ensombrecer aun más el panorama, cabe el incremento desolador de esa crítica espuria, que sólo encarece por amiguismo o muerde por animadversión –de la que me asiste la perturbadora sospecha de que jamás podremos librarnos-, en los recintos académicos prolifera otra que responde al propósito descabellado de convertir la exégesis literaria en una ciencia de estériles precisiones.
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                Impuesto estoy de que cuanto acabo de exponer, por revelarse fruto de una mente de escaso ingenio y exigua doctrina, no podría aspirar sino a ser tenido por lo que es: dos o tres lugares comunes y antojadizas presunciones enhebrados al buen tun tun.  Mas como la experiencia, a cuya maternal enseñanza acudimos todos, me ha demostrado hasta la saciedad que de presunciones y lugares comunes se entreteje la vida, aquí dejo estas magras ideas para aquellos que, aun desconfiando de lo que digo y de la forma desenfadada como lo digo, barrunten que acaso no todo sea nimiedad guasona en mis palabras.
 

           

 EL ARTE DE DUDAR

                                                                                

                Muy lejos del centro de la diana encajaría el dardo quien dé en suponer, apenas considere el contenido y tenor de estas díscolas glosas que la pluma se empecina en garrapatear, que a su autor le anima el deseo de sentar doctrina y hacer de público conocimiento razones cuya certitud no quepa ser puesta en entredicho. Que nadie se equivoque: no es la intención del que estos excursos perpetra, ni la ha sido nunca, fungir de ideólogo y ofrecer a cuantos a mis escritos se avecinan soluciones para las incertidumbres magnas o minutas que día tras día se ven constreñidos a afrontar. ¡Buenos estaríamos si aceptáramos tal cosa! Porque el que de mis palabras se fíe por modo invariable me hallará menesteroso de verdades y sobrado de dudas. Llena a rebosar está mi faltriquera de incógnitas, perplejidades y reparos; al extremo de que la opinión que hoy se me presenta con viso de inobjetable evidencia, horas después la encuentro horra de fundamento y validez. Siendo demasiado precario y restringido mi saber cuanto enciclopédica mi ignorancia, de muy contadas cosas me atrevería a dar fe. Acaso entre ellas valga la pena mencionar que me inclino a suscribir lo que el humanista teutón Ulrich von Hutten exclamara muchos siglos atrás: “Es un placer vivir”; a lo que tal vez convenga agregar, no obstante, que dicho placer, hasta donde la experiencia me ha permitido comprobar, se ve de continuo amenazado en estos tiempos de confusión, desconcierto y nada solapada barbarie, por la cada vez más desesperante dificultad para conservar en medio del caos moral que los caracteriza una impoluta e insobornable independencia intelectual. También entre los escasos supuestos a los que me siento tentado de conferir alguna credibilidad, está el siguiente: de ordinario (es una de esas misteriosas limitaciones de la condición humana) descubrimos tarde, muy tarde los más genuinos e imprescindibles valores: caemos en la cuenta de la importancia de la libertad –el oxígeno de que se nutre el alma- cuando estamos a punto de perderla o ya se nos ha arrebatado; descubrimos las bondades de la juventud cuando nuestro ralo cabello ha encanecido y exhibe flácida la piel manchas y arrugas; sólo reparamos en las virtudes de la salud cuando, por una u otra razón, la hemos arruinado; y para concluir con estas personales apreciaciones, cuyo alcance veritativo no tengo forma de establecer, me resisto a preterir la conjetura de que no hay derecho que precise de mayor cuido, vigilancia y defensa que el derecho a la propia vida, como a los pensamientos propios y a su expresión tanto oral como escrita.

                Empero, los barruntos que acabo de borrajear en los renglones que preceden, constituyen antes que observaciones susceptibles de racional y objetiva demostración, postulados existenciales que sólo involucran al que, obedeciendo a caprichosa propensión anímica, se ha complacido en estamparlos. Vuelvo, pues, a lo que afirmara al inicio de estas lucubraciones: no me interesan las doctrinas; no curo de teorías por muy elaboradas y enjundiosas que estas luzcan; no me preocupa en lo más mínimo la coherencia  que el que se precia de docto tiene por suprema virtud, de guisa tal que –es de rigor confesarlo- me siento perfectamente a gusto con las ideas que en este instante acojo, aun cuando mañana, como suele ocurrir, me arrime a otras que las desmientan y recusen. Porque al cabo y a la postre, muéveme la convicción de que en el angosto enclave del intelecto tanto como en el ancho y abierto hemiciclo de la vida, lo que cuenta y satisface no es dar con la verdad, sino buscarla; lo que nos aguarda al final del camino se revelará siempre menos significativo y substancioso que el simple caminar; y tal es, por lo que al arte de pensar concierne, mi humor y vocación… Aseveraciones de las que a buen seguro el grueso de los que por los aledaños de este infractor escrito han tenido la cortesía de acompañarme derivarán que mi discurso hace flaco servicio a  la sólida compostura a que aspira la cavilación de estirpe filosófica o la indagación de científica solera, colegirán que no hay seriedad en lo que expongo y que, por consiguiente, estaría incurso en candoroso descarrío quien preste oído a mis razones. Y, con toda sinceridad lo manifiesto, quienes así argumentan no se engañan y con ellos estaré en armonioso acuerdo: si por filosofía cabe entender una disciplina que impone al que la ejerce el gesto parsimonioso y una postura intelectual grave y ceñuda, entonces, ciertamente, yo de filósofo no tengo ni la efe; porque jamás me ha seducido el propósito de ofrecer una ambiciosa imagen de la realidad que pretenda explicarla de manera absoluta, definitiva, plausible y detallada. Aunque del admirable huerto que cultivaran haciendo acopio de clarividencia, no vacilo ni por un segundo en arrancar las cepas de  interpretaciones y dictámenes que más placer me procuran, no es lo mío construir un sistema al modo en que lo hicieran Platón, Aristóteles o Epicuro o, atengámonos a un período menos remoto, Espinosa, Kant y Hegel. Descreo –acaso porque mi temperamento es refractario a emprendimiento racional de semejante catadura- , descreo, decía, de la pertinencia y fiabilidad de los formidables constructos teóricos que los más conspicuos filósofos nos legaran, impuesto cada uno de ellos de que había hallado la respuesta última y concluyente acerca del universo y el sentido de la existencia, y dando por hecho no sujeto a controversia que el resto de los pensadores cuyos planteos especulativos no condecían con los suyos, había errado el blanco.

                De buen grado lo admito: por lo que atañe al trato con  las ideas, moro en el polo opuesto a los especialistas; me enorgullece ser (es mi pequeño pecado de vanidad) una mente que juzga con criterio particular e independiente, un francotirador del pensamiento, un diletante, un muy ufano “parvenu” o advenedizo. No me siento obligado a colocar mi reflexión en el lecho de Procusto a que, por mor a la exactitud, se ciñe el tratadista; ni me acicatea el anhelo de parecer original; lejos de mí la pretensión de que los conceptos a que acude mi cálamo los haya concebido yo de mi propia cosecha y antes que la pléyade de inteligencias que me precedieran los empollaran. Hurto flores sin el menor escrúpulo en jardines ajenos; entro a saco, imito y copio; lo que los más esclarecidos filósofos y escritores han expresado lo considero tan mío como suyo; me apodero se sus palabras, con sus ideas me alimento y luego, sin premeditación ni cálculo, con la espontaneidad de lo que no es posible programar, helas aquí de repente volcadas sobre la hoja de papel que estoy garabateando, pero vivificadas ahora con el acento de mi voz, con las modulaciones de mi alma…

                         ¿Era Cicerón el que dictaminaba que “no se puede decir nada por muy absurdo que sea que no haya sido dicho por algún filósofo”? No marra el tiro el ilustre repúblico romano. Pero que los temas de mayor entidad al igual que los nimios e intrascendentes hayan sido frecuentados por infinidad de mentes acuciosas con mucha antelación a cuantos los abordan en la hora presente, no exime a ningún espíritu libre y animoso de retomarlos y rejuvenecerlos desde el horizonte de inquietudes de este hoy sobre el que el ayer, por modo inevitable, se cierne y se prolonga. 

           


                  

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